LA FRITANGA
Pepe Iglesias, desde España
Dicen los seminaristas que en el pecado va la
penitencia y, aunque no lleve esa vocación en el alma, lo cierto es que algunas
veces me toca participar de ese antiguo refrán castellano.
Sucintamente, lo
hechos acaecieron de la siguiente manera.
Teníamos antojo de
comer algunos de esos bichitos que corretean por el fondo de los mares y,
viviendo a cuatro pasos del Cabo de Peñas (el mejor caladero de mariscos del
mundo), pues para allá que nos fuimos prometiéndonoslas tan felices. Hasta
encontramos sitio donde aparcar, lo cual en Bañugues es todo un acontecimiento.
Casa Elías es una de
esas sidrerías a las que solemos acudir sin saber por qué, ya que lo cierto es
que nunca he disfrutado de ninguna buena pieza, ni siquiera de unas pasables
andaricas, perdón, nécoras, pero bueno, unos botellines de sidra y algo con qué
pincharse los dedos, pues siempre presta. Perdón de nuevo, agrada (es que estos
estados de penitencia me trastornan el seso).
Nunca antes había
pasado al comedor, así que bizarro, de mí, dije “Adelante”.
Dios mío, qué audacia,
qué estupidez. La primera bofetada de aceite rancio y requemado me dejó fuera
de combate. Casi como un autómata, seguí a la camarera hasta la mesa en vez de
salir huyendo como un gallina. Craso error. Un penetrante hedor acre me rasgó
el sentido desde las aletas de la nariz hasta el hipotálamo pasando por las
pituitarias. No sé por qué pensé “Pepín, resiste, aguanta un poco que esto se
pasa”. Obviamente no se pasó, sino que aquella pestilencia iba variando de
frecuencias, todas fétidas, punzantes, abrasadoras, capaces hasta de mezclarse
y sobreponerse al tufo esas odiosas toallitas perfumadas con que te ensucias
las manos después de comer bígaros. Huelga decir que al llegar a casa tuvimos
que echar toda la ropa a lavar y ducharnos a fondo para eliminar los rastros de
aquellos miasmas del averno, a pesar de lo cual la peste se mantuvo incrustada
en mi cerebro hasta varios días después.
No voy a entrar en
detalles de la odisea que supuso para mí aquel trance, que me niego a llamar
comida, porque caería en lo escatológico y esto no es una crítica forense, pero
sí llamar a la conciencia ciudadana sobre este tipo de atropellos.
Obviamente no pedí
ningún vino destacado, lo primero porque sólo había bebedizos, y lo segundo
porque hasta el más refinado Gewürztraminer hubiera olido a ascosa freidora,
pero ¿a estas alturas de siglo se puede permitir que en España se toleren
semejantes injurias gastronómicas?
Desde luego que en
este caso la culpa fue mía porque la peste cantaba tan alto que se oía sin
apenas abrir la puerta, pero ¿cuantas veces nos hemos encontrado sentados en un
comedor aceptable y, al ir a probar el vino, recibir un pestazo a aceite refrito
mil veces que nos pone el estómago en la boca? ¿No sería de recibo levantarse
la mesa, llamar marrano al dueño y dejarle con la botella y la comanda entre
las manos?
En no pocas ocasiones
he sido duramente criticado por denunciar las contaminaciones olfativas. “Este
cabrón siempre tiene algún pero que poner”, dicen los rancheros, pero es que,
cuando uno sale a comer fuera de casa, se presupone que lo hace para pasar un
buen rato, y si no se puede disfrutar de aroma de un buen vino, de un marisco o
de un simple guisote, y para colmo hay que llevar la ropa la tintorería para
que le saquen la peste a grasa rancia, pues ya me dirán dónde está la gracia.
Ahora cumplo
penitencia, pero como dijo el Rey en su acto de contrición después de lo de los
elefantes: “No lo volveré a hacer”.