EL ASCENSOR
Ángeles y demonios
¡Maldito
domingo!
En
la vida no todas las cosas se dan como uno pretende. A decir verdad, cada día
me quejaba menos del hecho de vivir en pleno Santiago Centro y poco a poco
comenzaba a olvidar mis costumbres allá en la Plaza Ñuñoa, donde los domingos
salía a comprar el diario, me tomaba una copita en Las Lanzas y luego regresaba
a mi nidito de amor a echar una siestecita o a leer un buen libro. Cotidiano
pero feliz.
También
así se estaban dando las cosas en mi nuevo departamento. Poco a poco me
acostumbraba a mis vecinos, una majamama de inmigrantes que le dan color, olor
y sazón al edificio. Aún más, hice un trato con los pinganillas que andaban en
skate y en bicicleta en los pasillos de mi piso para que lo hicieran un par de
pisos más abajo previo aporte de diez lucas mensuales en total. Ellos, felices,
se cambiaron de piso y la tranquilidad se hizo presente como acto de magia.
Todo
caminaba sobre ruedas hasta el domingo pasado. Como por la ventana vi que el
tiempo estaba medio lluvioso, agarré impermeable y paraguas para bajar a
comprar el diario y una “pichanga” para amenizar el día. Acá no hay embutidos
italianos ni fiambres españoles ni nada que se le parezca, así que la pichanga
es la reina de los aperitivos. Cuando llegué al ascensor comenzaron mis
problemas ya que habían puesto un letrero donde se leía clarito: “ASCENSOR FUERA DE
SERVICIO"
Malhumorado
regresé a mi departamento y me comuniqué con Carlitos, el conserje. Algo me
habló de carbones, cables, cortocircuitos y otras cosas que no recuerdo, y que
con mucha cueva tendríamos ascensor el lunes. Luego de colgar pensé: ¿bajar 16
pisos está bien… pero subirlos?, nica…
Hice
un registro de lo que tenía en casa: tallarines, tuco en lata, pan de molde,
vino (nunca falta), una botella de gin, media de whisky, café de tarro, té y
una lechuga mustia, casi-casi de color marrón (los peruanos me enseñaron que el
color café no existía y había que decir marrón). Con tales suministros, más una
cajita de cigarros Café Créme, podía pasar 24 horas sin moverme de mi cueva.
Leí
el diario por Internet, después vi una película y ya me estaba aburriendo. Ya
era pasado mediodía cuando recordé a Lulú, que vivía en el piso 28. El diablito
que tengo al costado izquierdo del cerebro me dijo ¿Por qué no la invitas a
almorzar? ¿Crees que a ella le dé el cuero para subir y bajar?
A
veces el diablito se pone inteligente, así que busqué su wasap y le mandé un
mensaje:
¿También
sin ascensor? ¿Almorzamos juntos?
A
los dos minutos recibí la respuesta: “bajo o subes?
-
Tengo tallarines con salsa!
-
Yo palmitos y tomates cherry!
-
¿Bajas?
-
En 10 minutos.
Wasap
es maravilloso. Llegó enfundada en unos jeans rasgados –casuales- según ella;
una polerita muy mona y una chaqueta de cuero de verdad. Se veía fenomenal. De
una bolsa sacó un delantal de cocina y me ordena: ¡Prepárame un trago! Yo
cocino.
Lulú
es de esas morochas que con un huevo es capaz de hacer entrada, fondo, postre y hasta un queque. Yo me encargué del vino y nos devoramos unos tallarines al
tuco tan sabrosos como los bonaerenses. Sin ascensor, lloviendo y con algo de
frío, le serví un whisky de bajativo y nos apretujamos tapados con un chal en
el sillón que enfrenta mi televisor para ver cualquier cosa. Estábamos viendo
El Turista en Netflix cuando ella bebe un sorbo de su vaso y dispara:
-
¡Tengo polola!
Quedé
petrificado y mudo. Quise saber la opinión de mi diablo mental pero se había
arrancado. El angelito bueno me dice que no es malo tener amigas con polola.
Como la paciencia es una de mis virtudes, bajé la adrenalina, le miré las
pechugas y lamentando tremendo desperdicio le digo: - Me alegro que seas
sincera, ¿cuándo me la presentas?
Me
dio un beso en la comisura de los labios y dice: -“Uno de estos días”. – ¡A ella le encantaría
tener un abuelo como tú!
¿Me
entienden ahora por qué el domingo fue nefasto?
Exequiel Quintanilla