Paco Nadal
Dentro de unas décadas, cuando los gurús de la economía (esos que viven
de predecir el pasado) teoricen sobre los fenómenos que marcaron la segunda
mitad del siglo XX y los principios del XXI llegarán a la conclusión de que la
verdadera globalización no la causó ni el fin de la guerra fría ni la caída del
comunismo ni los smartphone. La globalización la inventaron los turistas.
El turismo representa el 9% del PIB mundial y emplea al 8% de la
población activa del globo terráqueo. Masas enteras de proletarios nos hemos
pasado por el trasero lo de que viajar era cosa de ricos y nos movemos a nuestras
anchas por el mundo con pasajes de avión a precio ridículo, hacinados pero
felices en asientos hechos para liliputienses, alojándonos en hoteles que dicen
tener cuatro estrellas pero que dan precios (y servicios) de una, cenando en
camiseta de tirantes en restaurantes de una estrella Michelin, visitando con
hawaianas las catedrales, disparando los flashes de nuestras cámaras digitales
en las narices de la Monalisa o empujando el carrito del supermercado en
bikini.
El turista es como un elefante en una tienda de porcelana. Se lo lleva
todo por delante, empezando por el buen gusto.
Los turistas, además, son como los gases: se expanden hasta ocupar todo
el volumen disponible. Si antes era la Coca Cola la que llegaba a cualquier
rincón, ahora lo que llega es un turista. Hay turistas en el Polo Norte, en las
ruinas de Angkor, en la selva del Amazonas, en los monasterios tibetanos, en
los glaciares de Groenlandia, en las aldeas de Burkina Fasso y en la cumbre del
Everest.
Si esto no es la globalización, que venga Dios y lo vea.
Lo que siempre me extrañó es que si contribuimos tanto al PIB del mundo,
¿por qué somos tan denostados? La clase más baja e incómoda de los aviones se
llama “Turista”; cuando quieres decir que un hotel es ramplón dices un hotel
“categoría turista”. Una marca de ron publicitaba un destino diciendo que allí
podías “hacer turismo sin hacer de turista” (la cuadratura del círculo). Cuando
rehusamos ir a un sitio decimos que “es muy turístico”. Si un objeto es malo lo
achacamos a que es un “souvenirs para turistas”. Y los viajeros pedantes tratan
de poner tierra por en medio diciendo que ellos son viajeros, no turistas.
¡Pobre turista!
Quizá esa mala imagen tenga algo que ver con que cuando nos disfrazamos
de turistas perdemos el norte y hasta la vergüenza ¿Qué resorte se activa en
nuestro cerebro para que al transformarnos en turistas perdamos la compostura,
el decoro y hasta el buen gusto? Cuándo eres turista… ¿es necesario repetir
todos los tópicos y los gestos visto antes hasta la saciedad en otros turistas?
¿Necesitamos cumplir con esos esquemas, roles y poses fotográficas para
descansar?