BAR “DON RODRIGO”…
SIMPLEMENTE EL MEJOR
“Don
Rodrigo" es mi bar favorito de Santiago, desde hace varios años, como lo
es también para los innumerables rostros que se me hacen conocidos por allí y
se me aparecen en cada jornada, sea día de semana o viernes. Siempre asomarán
por sus puertas, salvo el domingo, cuando el local no abre.
Se ubica
junto al Hotel Foresta, a un costado de la entrada norte del cerro Santa Lucía,
por la esquina donde convergen las calles Victoria Subercaseaux y Merced.
Ubicación privilegiada en el Centro de Santiago, suficientemente cerca del
barrio Lastarria como para que se acerquen desde él personajes intelectuales y
nuevos bohemios, pero suficientemente al margen del mismo, como para aislar a
los clichés y los lateros postmodernistas que suelen pulular en el barrio. En
otras palabras, por aquí vienen poetas de verdad; no rumiadores nerudianos.
"Don
Rodrigo" ya es, por lo tanto, un clásico de la historia en este sector la
capital y un hito en la recreación del entorno del Santa Lucía.
Se trata de
un piano-bar tipo inglés, maravilloso y encantador. Ni en el living de mi
propia casa me resulta tan acogedora una cerveza. No es grande, pero la
distribución de sus elementos, incluso de la decoración, es la óptima: cómoda y
ordenada. Abundan los objetos antiguos y de orientación artística; hasta el
papel mural es de enorme elegancia clásica, rara vez presente en los bares
chilenos más comunes.
La clientela
es segura en el negocio, por lo tanto cerca de las ocho de la noche, sólo una
hora después de abrir sus puertas, ya empieza a llenarse; y lo hará con toda
seguridad durante los fines de semana, cuando la demanda es tal que debe cerrar
sus puertas, ubicadas en Victoria Subercaseaux 353. Además, es común encontrar
entre sus mesas a extranjeros que alojan en el propio Hotel Foresta, al lado,
en el número 355.

La barra es
notable. Enorme y amplia. Aunque no suelo socializar mucho, las conversaciones
fluyen de manera inevitable: he conocido en ella a toda clase de faunos, como
viajeros, médicos, artistas, actores, holgazanes (además de mí), pintores,
escritores, bailarinas, ingenieros, etc. Es bastante democrática la situación
allí. Varias veces he vuelto a casa desde ese mesón acolchado con tarjetas de
presentación y algún e-mail anotado en una servilleta, en un bolsillo. Como
esta barra no tarda en coparse, de algún modo u otro trato de conseguir un
lugar allí, generalmente llegando temprano o permaneciendo al asecho de quien
se levante por última vez desde alguna banca.
El mesón de
barra es, así, un observatorio. Desde ella se mira al frente sobre una repisa
enorme, alta y llena de botellas de licores, algunos de ellos exóticos. Toda
una colección. Los cocineros y mozos pasean por una puerta que da a la cocina,
una y otra vez, trayendo vasos, lavando jarras o solicitando pedidos. Las letras de neón cuelgan sobre ellas: "Don
Rodrigo", dicen, salpicando de fulgor rojizo el entorno. Los espejos
parecen hacer más grande este local y reflejan la intensidad que se desarrolla
a espaldas del visitante anclado en esa barra, por las mesas, por el piano, por
las salas menores, etc. Calculo que con unas 50 personas debe llenarse por
completo la capacidad del local.
Los precios,
sumamente convenientes y milagrosamente respetuosos del perdido principio de la
calidad a poco valor, son la mitad del atractivo; la eficiencia y la
cordialidad de la atención es el otro. Cuando uno pide un schop o algún trago,
además, suelen colocarle como acompañamiento un pocillo con maní y pasas, o
bien pequeños canapés. En otras ocasiones me han tocado nachos con salsa
mexicana de tomates. Estos detalles necesariamente motivan la lealtad de la
clientela.

El nombre
del local es otra curiosidad del mismo: se relaciona a un personaje que el
caricaturista chileno René Ríos Boettiger, alias Pepo, había creado además de
su famosísimo Condorito, y que correspondía a una armadura antigua que había
sido poseída por el espíritu de un fallecido millonario, viviendo así sus
aventuras post-mortem con fuerte acento en la picardía. La armadura se llamaba
Don Rodrigo, precisamente. Como este bar y el hotel fueron fundados por Guido
Vallejos, el conocido caricaturista nacional autor de la recordada revista
"Barrabases", quiso homenajear a su admirado amigo y colega Pepo,
poniéndole al local el nombre de la armadura animada cuando lo fundó, en 1988.
El mito
entre los clientes dice, sin embargo, que el personaje que aparece en el
logotipo del bar, especialmente en las tapas de menúes y posavasos, es una
figura de modales refinados y aspecto aristócrata correspondiente a una
caricatura que Vallejos hizo de sí mismo, aun cuando actualmente el negocio es
conducido por su hijo Gabriel. No me extrañaría si así fuera, sin embargo,
porque la mano de don Guido parece encontrarse en varias partes del bar,
empezando por la carta-menú, que tiene una evidente e innegable influencia de
la gráfica de las historietas.
La oferta de
la barra del bar "Don Rodrigo" es amplia. Don Santiago, el maestro
barman, viene de una escuela envidiable: formado en las barras-escuelas de
"Chez Henry" y el "Bar City", por lo que sus credenciales y
pergaminos son notables. Aficionado a las rancheras y música por el estilo,
maneja la coctelera como lo haría un mago con su sombrero, derramando sobre las
copas toda clase de líquidos coloridos en lugar de conejos. Kir Royal, pisco
sour, vodka tónica, vodka naranja, whisky, martinis, etc. Casi todos los tragos
más conocidos alcanzan en su carta. Y contar con un maestro como éste para
hacerlos es un lujo, sin duda.

Otro
personaje del local es el pianista Hernán Lavandero, un espigado y delgado
músico que siempre pasea con su gorrito Dundee y que luce talentos de hombre
orquesta mientras toca simultáneamente piano, teclado eléctrico, armónica y,
más, encima, cantando. Lo hace cada cierta cantidad de minutos y ameniza el
ambiente con algo de temas clásicos, de pronto algo nostálgicos. Da la
impresión de que don Hernán se ha mantenido por mucho más tiempo en estas
labores del bar, confundiéndosele por ratos con el resto de la clientela.
A decir
verdad, todos son figuras de peso propio en el "Don Rodrigo": el
muchacho moreno que vigila de uniforme la entrada (abre la puerta cordialmente
saludando a los visitantes, en especial durante los días de invierno), la
chiquilla pecosa de la caja y debe lidiar con treinta pedidos a la vez, el
veterano mozo que pasea acrobáticamente con enormes bandejas entre los
estrechos pasillos demostrando su vasta experiencia en estas artes, etc. He
visto pasar por allí a personal que ya no está, además, como Janette, que antes
atendía la caja, o una que otra estudiante que ha trabajado allí como camarera.
También estaba la mujer rubia y risueña que cumplía el rol de pianista,
desempeñándose con grandes virtudes en el instrumento.
Hace algunos
años, a principios del actual siglo, "Don Rodrigo" no era tan popular
ni famoso como lo es hoy día. Había un poco más de intimidad y de tranquilidad
"asocial". Era frecuentado, por ejemplo, por un grupo de viejos
masones que se pasaban por allí después de sus reuniones de ritos pitagóricos;
también era sitio de encuentro para algunos estudiantes de la Universidad
Católica, y por actores de teatro que siempre visitaban juntos el local desde
la sede de la compañía Ictus. Sin embargo, como ahora ha adquirido cierta fama,
apareció mucha gente nueva, llenando diariamente sus 45 asientos. Con ello, el
carácter de "Don Rodrigo" ha cambiado un tanto con respecto a
aquellos años, quizás en desmedro de los clientes melancólicos, pero
ciertamente en favor del piano-bar.
Por otro
lado, hay algunas pinturitas que presumen de haber sido clientes habituales de
la Belle Époque del bar "Don Rodrigo", como un conocido escritor
icono de los homosexuales chilenos, y cierto actor de televisión. La verdad es
que nunca fueron más que visitantes esporádicos del bar, si es que en realidad
lo conocieron alguna vez por dentro. Les daré el beneficio de la duda.
De espalda a
las críticas que puedan hacer algunos, en uno u otro sentido, yo como cliente
histórico de este pintoresco bar santiaguino, sólo puedo dar fe de que se trata
de uno de los mejores y que es único en sus características, sin parangón
alguno en toda la oferta de entretención de la ciudad. (Urbatorium)