martes, 29 de enero de 2019

LA NOTA DE LA SEMANA


 
LA LEY SECA
La ley seca, entendida como la prohibición de vender bebidas alcohólicas,
estuvo vigente en los Estados Unidos entre el 16 de enero de 1920 y el 6 de diciembre de 1933

Fue un día de invierno en el hemisferio norte cuando comenzó la historia de las prohibiciones. Un 19 de febrero de 1881, en el estado de Kansas, en los Estados Unidos, la ley de prohibición al alcohol entró en vigor. Los votantes la habían aprobado el año anterior por una amplia diferencia, suceso que no era extraño considerando que Kansas era el estado que tenía mayor concentración de partidarios del Temperance Movement en los Estados Unidos.

Años después, la noche del 17 de enero de 1920, la Ley de Prohibición Nacional o Ley Volstead, por Andrew Volstead , el principal supervisor de su aprobación, entraba en vigor. Según la Enmienda 18, a partir de ese momento la importación, exportación, fraccionamiento, trasporte, venta o elaboración de toda bebida alcohólica, era considerada como un delito mayor.

Lo que antes era un buen negocio, se convirtió rápidamente en el coloso de la mafia que tanto rememoran las películas hollywoodenses. Para 1925 había 100.000 bares secretos en las principales ciudades, 10.000 de ellos en Nueva York. La fabricación de bebidas, como el Gin de la Bañera, una mezcla de alcoholes de grado barato y saborizantes como bayas de enebro, reposados por días en las tinas de baño, se convirtió en un hecho común.

El bob cut, las faldas a la rodilla y los flequillos, el jazz; íconos como Clara Bow o F. Scott Fitzgerald, acompañaron cercanamente a quienes, de alguna u otra forma, marcaron la pauta para el estereotipo de delincuente norteamericano. Los años 20, con toda su innovadora estética, dejaron una marca indeleble en la ficción americana que hasta la fecha sigue floreciendo como uno de los temas predilectos de la pantalla grande y de la pantalla chica.

Fue en el mismo año en el que comenzó la prohibición, que Al Capone llegó a la mítica ciudad de Chicago, lo había enviado su jefe, Frankie Yale –al lado de su mentor Johnny Torrio — a trabajar para James “Big Jimy” Motola Danon, el padre del vicio en los años 20.

No pasó mucho tiempo antes de que Motola Danon terminara asesinado, y de que Torrio –con su fiel secuaz, Capone–subiera al poder, encargándose del negocio de las casas de apuestas, la prostitución y, por supuesto, el tráfico ilegal de alcohol. Capone cosechó su fama dirigiendo el negocio luego de que Torrio se retirara y le heredara su plaza. Aliado de la mafia, rey de la mafia, Capone dominó el crimen en la ciudad, derrotando a todas las bandas que de alguna forma significaban alguna competencia. El Rey del Hampa, es decir, Capone, creó el Sindicato del Crimen, a lado de sus perros fieles, Frank Nitti, Campagna, Guido Cicerone, Guzk y Fischetti. Para 1926 transformó el negocio del alcohol en la red criminal más abundante de la época. Cuenta la leyenda que ocho años después de que comenzara la Ley Seca, Capone ya poseía una fortuna de cien millones de dólares.

Como muchos otros maestros de la mafia, Al Capone, no fue nunca juzgado por el tráfico de alcohol, sino por evadir impuestos y fue condenado a 11 años de prisión el 17 de octubre de 1931, justo antes de que viera su imperio desmoronarse ante la legalidad de su negocio.

Lo cierto es que los americanos de los años 20, eran –y siguen siendo—una sociedad consumidora que, de alguna manera, protegió al negocio de bebidas embriagantes y gestó, en el marco oscuro de esa ilegalidad, muchos de los íconos que internacionalmente reconocemos como las bases de la cultura norteamericana moderna: la moda, el cine, el jazz, el jazz, el jazz.

Para 1933 la oposición pública a la prohibición aplastó al Congreso y ese mismo año el Acta de Cullen-Harrison, legalizó la cerveza, pero eso no fue suficiente. Meses después, el 5 de diciembre de aquél año, la Vigesimoprimera Enmienda restauró el control del alcohol entregándole la responsabilidad a los estados, para luego abrirle paso a la Administración Federal del Alcohol que en 1935 tomó las riendas del “negocio”.

¿Quién dijo que la historia es aburrida?

 

LA COLUMNA DEL ESCRIBIDOR


 
LA GUERRA DEL PISCO
No será la última…

¡Nada nuevo bajo el sol!, podría decir el lector cuando lea el titular de este artículo. Cierto, nada nuevo, ya que pasan los años y esta guerrilla para determinar quién es el dueño del aguardiente denominado Pisco, no tiene esperanzas de finalizar. Sin embargo, nuevos antecedentes –que siempre han existido- están saliendo a la luz y de ellos podremos sacar importantes conclusiones, más que nada para tranquilidad de algunos fundamentalistas (de ambos países) que necesitan que “su” verdad sea valedera.

Con la intención de generar un diálogo más allá de cualquier afán nacionalista, si nos remontamos al siglo XVII, en plena colonia, dos siglos antes de las independencias de Chile y el Perú, los propietarios de las tierras que cultivaban uvas, elaboraban un aguardiente, cuyo principal objetivo comercial era satisfacer la demanda de Potosí, principal polo de producción minera de América del Sur en esa época.

La extraordinaria prosperidad de Potosí actuó como un fuerte estímulo para la producción de alimentos y bebidas en toda la región. En este contexto, los productores del sur del Perú y el norte de Chile, se esforzaron por poner en marcha una importante industria de aguardiente de uva destinada al mercado de Potosí. Los productores del sur del Perú despachaban las peruleras de aguardiente a través del puerto de Pisco (128 km al sur de Callao); de allí viajaban hasta el puerto de Arica, donde se hacía el trasbordo a las mulas para seguir hasta Potosí, conducidas por los arrieros. Por su parte, los productores del norte de Chile usaban dos rutas: una opción era salir en barco por el puerto de Coquimbo, llegar hasta el puerto de Arica y continuar por tierra hasta Potosí; y la segunda alternativa era realizar todo el viaje por tierra: cruzar la cordillera de los Andes por los pasos San Francisco o Agua Negra, y luego seguir por el camino que tocaba las ciudades de Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, hasta llegar a Potosí. (Hay que considerar que, en el año 1611, la población de Potosí llegó a 150.000 habitantes, cuando Santiago de Chile apenas contaba con 10.000)

Las zonas vitivinícolas del sur del Perú y el norte de Chile actuaron como un mismo espacio geoeconómico; los productores tenían estrechas relaciones entre ellos, tanto familiares como económicas y políticas. Era una unidad sociocultural, apenas separada por el desierto de Atacama, pero integrada por múltiples lazos sociales. Esta unidad facilitó la elaboración de un mismo producto (aguardiente de uva) destinado al mismo mercado (Potosí). Un aporte considerable a la consolidación de esta industria fue la producción de alambiques, liderada por el corregimiento de Coquimbo. En esta localidad, y en el marco de una cultura del cobre labrado, se manufacturaron numerosos alambiques que luego se comercializaron y transportaron hacia toda la región. Antes de eso, en Perú elaboraban el pisco en falcas, un método bastante artesanal construido de ladrillo y barro con las paredes forradas con concreto con cal. En vez de cuello de cisne los vapores van hacia el serpentín a través de un tubo cónico de cobre llamado cañón, que sale de un costado de la bóveda.

La dinámica del puerto de Pisco contribuyó a que, por usos y costumbres, se asociara el nombre del producto con el nombre del lugar. En el mercado potosino se hizo costumbre llamar al aguardiente con el nombre de Pisco. Fue el nombre usado para denominar los productos generados en toda la zona de producción (sur del Perú y norte de Chile).

PERO…

Hasta ese momento era claro concluir que el aguardiente llamado pisco es una denominación que perteneció a ambos países. Sin embargo, hay más antecedentes que aclarar, ya que posterior a la fiebre minera de Potosí, Perú comenzó a abandonar parcialmente esta industria. Introdujo la caña de azúcar y comenzó a destilar aguardiente con ese producto, por sus menores costos. A ello hay que sumar los efectos de la fiebre del oro blanco: la primera revolución industrial, que lanzó a los ingleses a comprar algodón a altos precios y muchos peruanos se inclinaron a priorizar el algodón, perdiendo el interés por las viñas. A ello se sumó el efecto de terremotos y erupciones volcánicas, lo cual contribuyó a debilitar la industria vitivinícola peruana.

Mientras el Pisco (de uva) declinaba en Perú, Chile lo mantenía vivo; los intentos de introducir la caña de azúcar no prosperaron en el norte chileno. Esa situación contribuyó a mantener viva la tradición del pisco. Chile sostuvo la continuidad de su vitivinicultura en general, y su tradición de aguardiente en particular. Como resultado, en 1931 el presidente Carlos Ibáñez del Campo delimitó la Denominación de Origen Pisco.

En la segunda mitad del siglo XX, Perú retomó interés por el aguardiente; poco a poco, se volvieron a movilizar las fuerzas productivas y en 1991 produjo su propia delimitación de la Denominación de Origen Pisco. Actualmente, conviven las dos Denominaciones de Origen Pisco, una en Chile y otra en Perú. En realidad, se trata de una sola DO, nacida durante la época colonial como esfuerzo mancomunado de los viticultores del sur del Perú y el norte de Chile. Una obra colectiva que hoy no existiría de no haber sido por el concurso de los viticultores del sur del Perú y el norte de Chile, que producían aguardiente con la finalidad de hacer felices a los habitantes del ahora boliviano Potosí.