ROSSINI, EL MÚSICO
GOURMET
Si
cae en sus manos un manual de cocina antigua, verá que muchos platos que tienen
el apellido “Rossini”, se deben al gran músico que, aparte de ser un genial
compositor, era un gran gourmet. Todos los platos comparten dos ingredientes
que Rossini amaba sobre todas las cosas: las trufas, a las que llamaba “el
Mozart de los vegetales” y el foie que no dudaba en degustar en diversas elaboraciones. Un detalle curioso de la vida
de Rossini es que nació un 29 de febrero, día que sólo se repite cada cuatro
años.

Gioachino
Rossini nació en Pesaro (Italia) en 1792 y murió en 1868 en
Paris. Hijo de una cantante de ópera de segunda fila y de un músico, vivió el
mundo del canto y de la música desde la infancia. Fue un niño prodigio,
estrenando su primera ópera a los 18 años. Siguió componiendo sin pausa hasta
1829 en que a la edad de 37 años se retiró prácticamente de la composición. Y
es que Rossini era un vago y le costaba
ser disciplinado en su trabajo de composición; terminó algunas de sus
óperas en la misma noche del estreno y siempre incumplía los plazos de entrega,
escribía en la cama, en pijama y en siete días era capaz de crear la más
insólita y genial ópera. Se casó con la soprano madrileña Isabella Colbran, la
mejor de su tiempo, y juntos formaron una pareja musical imbatible por todos
los teatros de Italia y Europa, hasta
que se separaron.
En
1825 se traslada a Paris y allí se hará célebre no sólo por su música sino
también por sus fiestas y banquetes que eran ‘lo más de lo más’ de la “buena sociedad”. Se separa de su
esposa y se junta con su primera amante y luego segunda esposa Olympe
Pélissier, mujer de gran belleza que se ocupa de organizar los más fastuosos
festines para Rossini.

Cuando
tenía 24 años de edad y ya era considerado como el más importante de los
compositores operísticos, recibió un encargo del influyente empresario del
Teatro San Carlo de Nápoles, el famoso Doménico Barbaia. El encargo consistía
en la composición de una ópera seria, Otello. Barbaia puso a disposición del
joven compositor un edificio de su propiedad, el Palazzo Berio. Rossini pasó
seis meses en el palacio dedicándose a comer y beber en compañía de sus amigos,
y según se dice, sin escribir ni una sola nota. Barbaia sospechó que Rossini
estaba divirtiéndose a su costa y ordenó a sus criados que raptaran al
compositor una noche y que lo encerraran hasta que tuviera terminada la ópera.
Condenado a trabajar mientras sólo se alimentaba con macarrones hervidos y de
agua, en veinticuatro horas terminó Otello , una ópera en tres actos, pero cuyo
material original no consistía más que
en los tres primeros números. De este modo Barbaia accedió a liberar a Rossini.
Es preciso señalar que Barbaia no tenía ni la menor idea de música y no se
percató del engaño. Posiblemente la motivación de Rossini para engañar a
Barbaia fuera el verse privado de la excelente comida del Palazzo Berio, y lo
que el anecdotario alrededor de la génesis de Otello no nos dice si el
compositor revisó con mayor o menor profundidad esta ópera.
Cabe
suponer que sí, y mucho, pues Otello es una excelente ópera, y más aún, su
tercer acto está considerado una auténtica obra maestra.
Su
vida está llena de leyendas
gastronómicas, a él se le atribuyen frases como: “el apetito es la
batuta que dirige nuestras pasiones” o “comer y amar, cantar y digerir; estos
son los cuatro actos que dirigen esta ópera bufa que es la vida”. Cuentan las
leyendas que Rossini sólo lloró dos veces en su vida: una cuando se murió su padre
y la otra cuando se le cayó un pavo trufado al Lago Como (Italia). La anécdota
de Rossini que más gusta es la que
cuenta que el Barón Rothschild le mandó unos racimos de las más
exquisitas uvas de sus invernaderos, Rossini le
contesto: “Gracias, su uva es excelente, pero no me gusta mucho el vino
en pastillas”.
A
Rossini debemos una gran cantidad de platos, el famoso “tournedos Rossini” una delicia culinaria increíble.
Rossini fue un sibarita y amaba los
embutidos boloñeses, los jamones de España o el queso Stilton de
Inglaterra. Pero sobre todas las cosas, Rossini amaba la trufa blanca, el foie
y los macarrones, se gastó muchísimo dinero intentando crear la “máquina de los
macarrones perfectos”, los que cocinaba con mimo: una vez cocidos los inyectaba
foie, uno a uno, con una jeringa, después volvían al fuego con mantequilla y parmesano. Otra de sus
creaciones celebres es el aliño Rossini: aceite de Provenza, mostaza inglesa,
vinagre francés, un poco de jugo de limón, pimienta, sal y, como no, trufas
picadas muy pequeñitas.
Uno
de los mejores amigos de nuestro glotón compositor fue sin duda el gran chef
Carême, un revolucionario de la cocina y el pilar sobre el que se sustenta la
cocina moderna. Fueron amigos muchos años. Estando en Bolonia, Carême le
envió un paté de faisán trufado con una
nota: “de Carême a Rossini” y este le
respondió con una pieza musical titulada “de Rossini a Carême”.
Rossini
murió a los 76 años, gordísimo y tras
pasar etapas maniaco-depresivas, hoy descansa en Florencia en la
Basílica de la Santa Croce, junto a los
genios italianos Galileo, Dante y Miguel Ángel.
Dejó mucho dinero a su muerte, destinando una parte para crear un asilo
para músicos retirados.