DÍA DEL PADRE
¿Qué diablos hago con un
taladro?
Que
me perdonen los cultivadores de las buenas costumbres, pero a decir verdad el
subtítulo debería ser “¿Qué mierdas hago con un taladro?”, ya que a mi edad
andar haciendo perforaciones no son, por así decirlo, parte de mis aficiones o
funcionalidades. Sofía también se reía al teléfono cuando le conté. Resulta que
los niños, mis hijos, no encontraron nada mejor que regalarme un taladro para
el día del padre. ¿Insólito? Para ellos no. -Es práctico papá, dijeron a coro.
Me
senté en la butaca de la cocina-comedor y abrí la cajita. Venía con mil y un
aditamentos para hacerlo funcionar. Pensé que sería útil como para hacerle
hoyos a los picarones, pero esos los hago mejor con el dedo índice. También
pensé ocuparlo para moler nueces pero, ¿cuándo hago eso? Podría servir para
batir leche Ideal, pero no me gusta esa leche (ni ninguna). En fin. Antes de
cerrar la cajita probé el aparato. Lo enchufé y apreté del gatillo. ¡Que
potencia! Me dio envidia ya que me acorde de mis años mozos. Lo apagué y
desenchufé. Me di por vencido. Puse todos los papelitos en la caja y la cerré,
mientras pensaba donde guardarlo ya que potencialmente es un elemento dañino.
El
problema era que tenía que encontrar bonito y práctico el regalo. Sería feo
pedirles la boleta y cambiarlo por otra cosa. Me había pasado el año anterior
con media docena de unos chillones calcetines amarillo flúor. Hacía frío el
domingo y habían llegado todos temprano a saludarme. Como ellos también son
papis, debían luego almorzar con sus respectivas mujeres e hijos y suegros. A
mediodía estaba desocupado. Bueno, no tanto, ya que mi brazo derecho acarreaba
una maletita con un odioso taladro mientras le encontraba un lugar para su
descanso eterno.
Habría
partido feliz donde Sofía pero ella estaba festejando el día del padre en su
casa familiar. Así que tuve que quedarme solo, aunque no pretendía pasarlo mal.

¡Un
catedral a la vena! Le ordené al mozo luego de que el taxi me dejara en la
puerta del Alto Perú, allá en la calle Seminario. Me senté en una pequeña mesa
pegada a una chimenea que sirve únicamente de decoración. Llevaba mi block de
notas ya que quería empaparme y escribir algo sobre la Quintrala, apodo de una
famosa arquitecta que mató a cuanto familiar se le encontrara cerca y cuyos
aposentos estaban muy cerca de mi mesa. Quería saber qué se siente ser culpable
cuando se alega inocencia o ser inocente cuando buscan culpables. Tenía tiempo.
Mi sour, prohibido por los matasanos debido a los malditos triglicéridos estaba
de miedo. El comedor era una zalagarda de papis, mamis y sus correspondientes
malcriados mientras yo, con lápiz y papel en mano derecha y pisco sour en la
izquierda, comenzaba a planear cómo iniciar mis escritos sobre la Quintrala.
Cuando
pedí mi segundo catedral ya tenía medio resuelto el problema de cómo partir con
la nota. ¿Para comer?, preguntó serio mi mozo y luego de verle la carta me
decidí por un piqueo frío de mariscos. Total, si me suben los triglicéridos
bien vale también sufrir con la gota, esos cristalitos de ácido úrico que de
vez en cuando me recuerdan lo dañino de algunos mariscos.
Cebiche,
pulpo, tiraditos variados, camarones y un cuantuay tenía mi plato. Me olvidé un
rato del plan inicial y gocé un plato sabroso y rico. Harto condumio y sazón,
pensé. Peruanísimo. La presentación eso sí, algo demodé. Onda conchitas de
ostiones y copa de vidrio para los camarones. A decir verdad, lo encontré hasta
medio antihigiénico. Pero allá ellos con sus presentaciones, si nadie les dice
nada y el plato es rico… ¿Para qué variar?
Papis,
mamis y prole ya se habían retirado en su mayoría cuando me percaté que estaba
oscureciendo. Esto de la Quintrala me tenía absorto. Pero tarde no era. Llame
al mozo para que limpiara la mesa y se llevara mi plato a medio vaciar y
pregunté por los postres. Me los tienen prohibidos por una incipiente diabetes
que ronda mi cuerpo. Suspiro de limeña fue mi bendita ocurrencia. Eso y un
dedito de etiqueta negra. ¡Un dedito nada más! Le indique al mozo mientras
cubría con whisky los hielos del vaso.
¿Y
si yo le hubiese vendido el taladro a la Quintrala? ¿Qué diablos habría pasado?
¿Habrían aparecido cabezas trepanadas en la calle Seminario al igual que en el
hospital de Talca? Los celulares y las balas se pueden detectar, pero ¿las
brocas?
Ahí
me percaté que el alcohol había llegado a mi cabeza. Me estaba poniendo sádico,
inhumano, bestial, cruel, sanguinario y cómplice de asesinatos que no había
cometido. Hora de retirarse, reflexioné, y le pedí a mi gentil mozo que llamara
un radiotaxi. Pagué la cuenta y le dejé una generosa propina por trabajar un
día en que todos andaban de fiesta. No hay caso con la comida peruana y su sour,
aunque lo hagan con pisco nacional.
Cuando
regresé al departamento me di cuenta que había olvidado el celular. En realidad
no lo uso casi nunca pero tenía trece llamadas perdidas. No quise devolver la
llamada a nadie (por la mala suerte del número trece). Me tendí en la cama y me
acordé que debajo de ella había dejado el taladro demoniaco.
Mañana
mismo lo cambio por dos frazadas… fue lo último que logré pensar antes de
quedarme profundamente dormido.
La
soledad, a veces, es desquiciante.
Exequiel Quintanilla