MAXÓ
Uno de los mejores
restaurantes que tuvo Santiago
Fue
uno de los restaurantes más elegantes que ha tenido nuestro país durante los 70
y 80. Pasó a la historia por sus maravillosos platos mediterráneos con toques
franceses, sus mozos impecables de esmoquin y unos espectaculares carros con
bandejas de plata, sartenes de cobre y copones de cristal que ofrecían venados,
langostas y las más sofisticadas aves.
Su
dueño fue Ramón Sotomayor, un empresario amante de la gastronomía que abrió
este comedor en 1978 después de haber vivido y estudiado durante muchos años en
España. “El nombre Maxó resultó de una broma. Me inspiré en mi hija Macarena,
uní las primeras sílabas de su nombre y apellido y creé la sigla MaSo. Como
todavía estaba en España lo traduje al catalán, porque se oía mejor, y terminó
en Maxó”, cuenta.
Hijo
de papás diplomáticos, Ramón vivió desde niño en diferentes países del mundo.
Ahí le agarró el gusto a los aliños, los ingredientes exóticos y a la
gastronomía en general. Cuando tuvo que elegir una carrera no dudó en entrar a
estudiar hotelería en España; luego trabajó en la cadena de hoteles Meliá.
Durante 14 años aprendió al máximo sobre sabores, implementaciones y todo lo
que había que saber para tener un restorán propio. A finales de los 70 volvió a
Chile y empezó a organizar el negocio de su vida.
Luego
de conocer la oferta capitalina, se percató que en nuestro país faltaban
restoranes de lujo y que ofrecieran algo más que las clásicas machas a la
parmesana, caldillos de congrio o canapés de locos. Tomando como referencia los
estándares europeos y haciendo uso de todos sus conocimientos, abrió las
puertas de Maxó en una casa en la calle Antonio Bellet, en pleno Providencia.

Con
la ayuda del arquitecto Juan Cristóbal Edwards y la paisajista Josefina Prieto
–que se hizo cargo de la terraza–, Ramón remodeló esta antigua casona y la
transformó en lo que siempre había soñado. Un lugar amplio, de dos pisos, con
pocas mesas y todo tipo de detalles de primera clase. Sillas cómodas y con
brazos, manteles de hilo almidonados y servilletas grandes, muy distintas a las
“estampillas de cóctel” que se usaban en esa época, cuenta Ramón. Además, la
cuchillería y los carros con la comida eran de plata Christofle. “El sistema
era muy diferente al de hoy día, teníamos mesitas de apoyo para cada mesa y los
mozos –a cargo del maître Horacio Araneda, que hablaba 5 idiomas– hacían
verdaderas mise en scène en el lugar y les preparaban ahí mismo a los clientes
camarones flambées, crêpes Suzette y otros platos”.
El
Maxó fue el primer restaurante chileno que tuvo un sommelier que degustaba
vinos traídos de Francia, Italia y Alemania y se los recomendaba a los
clientes. Otra gran diferencia es que contaba con ingredientes importados que
en esos años no existían en Chile. El salmón ahumado era traído de Canadá y
Noruega, además de perdices y codornices. El champagne, el caviar de esturión y
las trufas eran francesas, las angulas de España y algunos condimentos, como el
estragón, se compraban en Argentina.
Cada
temporada Ramón diseñaba la carta y también les enseñaba a los cocineros cómo
preparar cada receta. Cuando el restaurante estaba cerrado reunía a todos en el
comedor, pedía que le taparan los ojos con una servilleta y sin ver nada
cocinaba perfecto cada una de las exquisiteces. Entre los platos más exitosos
estaba el Canard au Sang, un pato elaborado en una prensa, con una receta del
siglo XIX que se hacía en el restorán parisino Tour d’Argent, y también las
langostas flambées, que estaban vivas en la entrada dentro de un canasto chino
y se llevaban a la mesa en una bandeja de plata para que el cliente eligiera la
que quería que le prepararan.
Todas
las comidas eran llevadas a la mesa en los famosos carros que estaban divididos
en dulces y salados. El de las carnes ofrecía desde ciervo, codornices,
perdices, roast beef y otras delicias que eran cortadas con cuchillos
especiales en frente del comensal. También había uno de quesos, que pasaba
antes del postre y que contaba con muchas variedades traídas directamente de
Francia, decoradas con hojas secas, guayabas, uvas y una linda cúpula de
cristal. El de los postres tenía la forma de una escalera y ofrecía eclairs,
tortas como la Saint Honoré y la Pompadour, además de compotas de frutas hechas
en el mismo Maxó.
También
había un carrito de licores que tenía un calentador de copas especial para el
coñac y junto con éste se ofrecían los mejores puros del mundo, como los
Montecristo y Romeo y Julieta.
Con
servicio de almuerzo y cena, el Maxó funcionaba sólo con reservas por teléfono,
lo que era un verdadero lujo, porque en ese entonces no todos contaban con líneas
telefónicas. Sin cartel a la vista, la casa no decía mucho por fuera y sólo los
que la conocían o tenían el dato lograban dar con ella.
Al
mes de su inauguración, el local ya estaba repleto y llegaban reservas incluso
desde Europa y Estados Unidos. Como Raymundo Larraín, que en ese tiempo vivía
en Nueva York y que cada vez que venía a Chile llamaba antes para reservar una
mesa y juntarse a comer con su amiga Marta Montt y el jet set santiaguino.
Hasta ahí también llegaban presidentes y ex presidentes como Jorge Alessandri,
Augusto Pinochet, Eduardo Frei, al igual que diplomáticos y empresarios, como
Anacleto Angelini, Javier Vial, Ricardo Claro, Manuel Cruzat y Fernando Larraín.
El
éxito fue tal que incluso comenzaron a ofrecer servicios de catering, algo no
visto hasta ese minuto y entre los eventos se contaban las galas del Teatro
Municipal, las carreras importantes del Club Hípico y también matrimonios.
“Llegábamos con toda la artillería y servíamos y preparábamos las mismas
exquisiteces que en el local de Antonio Bellet”.
Pese
al éxito, la fama y los buenos comentarios, en 1983 Ramón vendió el Maxó debido
a la intensa crisis económica que se vivía en esos días en Chile y al poco
tiempo cerró sus puertas definitivamente. (Crédito: revista ED)