ALAMEDA 777
Cualquier cosa,
menos un lugar decente
En la
Alameda Bernardo O'Higgins, entre las calles Tenderini y San Antonio, existió
por un cuarto de siglo un oscuro pero popular bar-restaurante con perfil de
picada, cuyo nombre ha pasado a la historia coincidiendo con el número que
ostentaba en aquella cuadra: "el 777" (siete-siete-siete). Y aunque
se lo identificaba como un lugar "subterráneo", paradójicamente la
cantina se encontraba en el tercer piso de un desvencijado pero hermoso
edificio residencial de estilo neoclásico, con balaustras y ventanas en arcos,
diseñado por el arquitecto Ricardo Larraín Bravo y fechado en 1916.
Desde que el
suntuoso inmueble fuera traspasado al uso comercial, hacia los años sesenta,
comenzaron a funcionar en sus espacios una droguería y otras tiendas. Después,
los altos fueron arrendados al bar y restaurante “El 777” desde el año 1987, formalizando su patente municipal
al año siguiente, aunque rumoreaban que ocupó los espacios que habían
pertenecido a un local anterior de este mismo tipo. Contaban allí también que
su dueño y fundador, don Arturito, había sido un ex militar o un ex carabinero.
Se accedía
al boliche por una estrecha puerta de madera con dintel y tímpano artístico,
subiendo por una horrorosa escala con una vuelta, pasamanos lisos y más de 60
escalones que, transcurrido un rato, se volvía todo un desafío a la hora de
bajar con algunos mareadores tragos de vino pipeño o el borgoña de frutilla
dentro del cuerpo. Por lo mismo, le motejaban con apodos tan sugerentes como
"La escalera al cielo" o "El camino al cielo" (cuando se
subía), y "La escalera de la muerte" o "La bajada al infierno" (en la
bajada, y con razón). Varios rodaron por sus gastados peldaños de madera opaca.
En la proximidad del actual milenio, sin embargo, se había cambiado la puerta
de acceso por un pequeño portón metálico, menos estético pero más seguro para
la integridad del local. Siempre había algún cartel escrito con plumones sobre
una pizarra revestida de acrílico, afuera junto a la puerta, anunciando las
colaciones y platillos de oferta en el día: tallarines, porotos con riendas,
mechada con puré o cazuela, a precios bajísimos. Un cartel fijo más pequeño
señalaba la patente de alcoholes del local.
"El
777" podía ser cualquier cosa, menos un lugar decente. No recuerdo otro
boliche famoso de Santiago Centro que se pueda alejar más de ese concepto. Ya
en el mismo acceso estaba esa prueba de valor ineludible para quien quisiera
pasar: cuentan de tantas sacadas de cresta por esos infernales veinte metros de
prueba al equilibrio y la motricidad, que era casi un rito de iniciación entre
los concurrentes. Esta escala, además, estaba cerrada por paredes rayadas con
graffitis de todos los tipos imaginables: sprays, plumones, líquido corrector,
bolígrafos, etc. Hasta daba la impresión de que se ascendía hacia un edificio
abandonado por ella. Al entrar a las salas del local, se encontraban estos
mismos rayados en las paredes, puertas y subdivisiones interiores de material
ligero, todos ellos como recuerdos de visitantes y clientes. Incluso las mesas
y algunas sillas tenían esta clase de mensajes o inscripciones.

La barra
estaba a la derecha del pasillo central, hacia el lado que da a la Alameda,
aunque no había ventanas en este espacio en particular, sino una luz
amarillenta encendida día y noche. El mesón era antiguo, aunque no más que la
caja registradora tras la cual se sentaba don Arturito; y atrás del mueble,
donde un delgado mesero solía atender en las tardes, se alineaban cantidades de
botellas de vino, cerveza y licores, junto a la puerta que conducía creo que
hacia la cocina y las dependencias interiores. Había zona de fumadores y no
fumadores, y el público cambiaba del día a la noche, siendo preferida esta
última de la gente más joven. En el día, los bellos ventanales aportaban casi
toda la luz interior en las salas más grandes; a través de ellas se veía
magníficamente la Iglesia de San Francisco. Las mesas eran esas típicas de
metal con cubierta de madera, y hacia mediados de los noventa, sin embargo,
cambiaron las sillas viejas por unas de plástico y suficientemente ligeras para
evitar descalabrados en las riñas. El baño era deplorable... quizás la
evidencia de lo barato que cobraba el local.
Se sabe que,
en sus primeros años operando allí y dentro del contexto político de fines de
los ochenta, se convirtió en sitio de reuniones y juntas
"dirigenciales" de estudiantes y jóvenes. Hubo un tiempo en que
siempre había jugadores de cacho, carta y dominó, e imagino que las apuestas
acá no eran legales. Los meseros hacían buenas migas con los visitantes más
frecuentes y por largo tiempo atendió allí una temeraria fémina llamada
Jeannette, la Jeanetsita para sus clientes, querida y recordada camarera de los
mejores años que tuvo este sitio, amiga especialmente de los universitarios.
Otra mesera famosa, en los noventa, fue la tía Cristi, llamada en realidad
Cristina Saavedra.
Muchos
elogiaban el aire "porteño", como de cantina decadente para marinos,
así que se hizo lugar favorito de estacionadores de vehículos, obreros de la
construcción, vendedores ambulantes, artistas callejeros, heladeros en verano y
algunos empleados de las varias casas comerciales del entorno. No faltaron
turistas valientes, queriendo conocer la parte "popular" del país,
aunque siempre acompañados de anfitriones locales. También iban lanzas,
traficantes, prostitutas, transexuales, carteristas y varios personajes de poco
prestigio, sentándose a escasa distancia de otras mesas con borgoñas o piscolas
rodeadas de ejecutivos de terno o de risueños estudiantes con sus
inconfundibles mochilas o bolsos. A pesar de todo, también pasaron por sus
salas poetas y escritores como Alberto Fuguet, quien escribió de este sitio en
su "Tinta roja" (1996):
"El 777 es un bar ubicado en el segundo
piso de una casa de madera que no por casualidad se ubica en el 777 de la
Alameda Bernardo O'Higgins. Que esta casa aún exista después de innumerables
incendios y terremotos supera lo que comúnmente se denomina buena suerte. Y lo
que ya roza con lo milagroso es que ningún constructor la haya demolido para
levantar una torre como las que hay en el resto de la cuadra. Quizás por su
ubicación o por el hecho de que funciona toda la noche, el 777 atrae como un
imán a lo más radical de la bohemia santiaguina. En el 777 uno se topa con
actores y ladrones. Unos y otros se llevan bien, se complementan. Es gente que
acostumbra vivir de noche".
En esos
mismos años noventa, tuvo especial atracción para círculos alternativos o
undergrounds, especialmente para amantes del rock metal y del punk, aunque esta
característica se fue perdiendo un poco en la década siguiente. Quizás por eso
fue que Mike Patton, vocalista de la célebre banda "Faith no More",
también concurrió hasta este sitio brevemente una noche, con algunos fans y
gente de la producción durante su segunda visita a Chile -en 1995- y tras una
excelente presentación en un festival rock en el Teatro Caupolicán, por esos entonces
rebautizado Monumental. Lo mismo hicieron actores, compañías de teatro
completas, además de cantantes populares y grupos musicales emergentes, que
llegaban con sus propios instrumentos en andas hasta alguna de las mesas, retirándose
sólo en horas de la madrugada. Alguna vez se realizó una exposición fotográfica
en su interior, y la leyenda dice que el músico argentino Gustavo Cerati lo
visitó una vez, también, mientras estuvo alternando su vida en su país y en
Chile.
Fue un lugar
bravo, sin embargo: entre
sánguches de
pernil, arrollados,
empanadas y jarras
de cerveza, las miradas eléctricas se cruzaban, ya sea entre aspirantes a
"choros", entre tribus urbanas adversarias o entre barristas de
fútbol de clubes enemigos. Varias veces hubo escaramuzas, incluso con armas
blancas a la vista, y el bar fue castigado con cierres temporales y amenazas de
retirarle la patente. En alguna ocasión, hasta el dueño o un mozo tuvieron que
echar mano a algún objeto contundente para amansar a los infaltables curados
odiosos y a los ladronzuelos de "recuerdos".
Pese a todo,
por su privilegiada ubicación en la Alameda y obviando las inseguridades dentro
del mismo, el local era preferido por muchos para jornadas largas,
especialmente en las noches. Con la llegada del infausto sistema del
Transantiago, sin embargo, se instalaron enormes paraderos justo frente a la
entrada del "777". Desconozco si esto habrá tenido alguna clase de
impacto sobre la concurrencia del local, ni si ésta fue positiva o negativa,
pero el caso es que su entrada pequeña y poco visible quedó perdida detrás de
esos techos y gentíos esperando angustiosamente la locomoción colectiva.
Cuentan algunos de sus ex clientes, además, que los dueños habrían tenido
dificultades para renovar la patente de alcoholes en este mismo tiempo, pues la
reputación del local era discutible, especialmente con el consumo de drogas y
ciertos casos de supuesto desenfreno sexual de algunos de sus visitantes, ya en
los últimos años de vida que tuvo.

Aunque la
gloria de la taberna se venía abajo desde hacía tiempo, su muerte ocurre tras
la compra del edificio por parte de las multitiendas "Corona", como
secuela de los daños producidos en el edificio por el terremoto del 27 de
febrero de 2010 y que llevaron a ponerlo en venta. Las redes sociales
difundieron la triste noticia ante la desazón de los parroquianos: "El
777" había cerrado súbitamente, la triste noche del sábado 13 de
noviembre, cuando se anunció a los presentes que sería su última vez allí. No había
vuelta atrás. Y aunque fueron muchos los que lo lloraron, la lealtad a la
verdad obliga a admitir que la mayoría de ellos ya había dejado de concurrir al
boliche, que -de alguna manera- venía agonizando desde hacía tiempo.
En marzo del
año siguiente, las maquinarias demolieron casi todo el edificio, dejando sólo
el frente: un proyecto de reconstrucción conducido por el arquitecto Max Peña,
conservó de su aspecto original sólo esa fachada neoclásica, desapareciendo las
casi centenarias salas con pisos de madera y paredes neuróticamente rayadas que
habían pertenecido al recordado bar. Fue así como "El 777", esa
trilogía numérica coincidente con los símbolos de las tradiciones cabalísticas
y cifra representativa de todas las culturas religiosas y paganas, desapareció
de la Alameda tan fácilmente como multiplicándose por cero. (Urbatorium)