MI MENDIGO FAVORITO
Un sueño de Navidad
Anoche, Nochebuena, me quede solo. No crean que nadie me invitó a pasar la fiesta en familia. Hijos, sobrinos y nietos me esperaban. Sin embargo decidí quedarme en mi departamento y salí al anochecer a dar una vuelta por el sector. Mi querida Mathilda estaba con su familia y me negué acompañarla. Quería una noche diferente.
Ahí estaba. Como todos los días del año. Mi mendigo favorito. Cada vez que lo veo busco un par de monedas y se las regalo pero nunca había cruzado una palabra con él. Omar me contó que se llamaba y lo invité a cenar “a la suerte de la olla” a mi departamento. Sonrió y levantó su frágil cuerpo agradeciendo el convite. “No es conveniente dejar las frazadas acá”, me comentó. “hay mucho ladrón por el barrio” decía mientras hacía un lulo con sus pertenencias. Dos frazadas, una harapienta mochila y una botella semivacía de ron.
Nos fuimos caminando lentamente como dos grandes amigos. Fui cartero, me contó. Su mujer y sus hijos lo abandonaron cuando le encontraron una enfermedad mental: “esquizofrenia”, me explicó. Cada mes va al consultorio por sus remedios. El, oriundo de un alejado pueblito en las lejanías de Temuco, dejó todo y a todos y se vino a la capital. “Pensé que me iría mejor”, razonó, sin saber quizá que Santiago era cruel y despiadado.
Entramos con mi mendigo. El departamento sabía a fiesta para él. Saqué de mis regalos anticipados unas toallas y le ofrecí el baño. Se ducho y afeitó con esmero. Cuando salió parecía otro. Ropa también le pase. No nueva pero limpia y sin hoyos. En vez de zapatos –que no podía ofrecerle- feliz ocupó unas zapatillas de levantar que había guardado de mi último periplo por un hotel costino. Una copa de champaña fue mi bienvenida, mientras veía como sus ojos estaban brillantes de emoción (o posiblemente de pena).
El menú era supermercadista. Había dispuesto la mesa con dos sillas pero decorada para la ocasión. Luego del champagne llegué con la entrada. Un simple carpaccio de salmón con ensalada de verdes que había comprado a la salida del Súper. Omar comía casi mejor que yo. Un “blanquito” que me había llegado de regalo sirvió para acompañar la entrada. Como viejos amigos conversábamos de la vida. “Soy libre como un pájaro”, comentaba y reía con los pocos dientes que tenía. Mis hijos están grandes y olvidaron a su padre, me contaba mientras miraba con ojos extraviados una pequeña corona de adviento que lucía en la mesa del centro del living. Ya no sufro de esquizofrenia, me comentó, aunque a veces continúo escuchando voces lejanas que me dicen que el mundo es malo y que yo soy el responsable de todo… y que con mis alas majestuosas yo podría ser el Nuevo Salvador…
Lo único que no se salvó esa noche fue el pavo que tenía como plato de fondo. Ya lo dije, la compra fue supermercadista y a la rápida. Sin embargo estaba más sabroso que nunca. Hasta ocupe un tarrito de postre de guaguas de manzana para darle un aire navideño al plumífero. Javier estaba extasiado. Yo, emocionado. Quizá cuantos años habían pasado desde su última nochebuena. Y yo quería que fuese inolvidable.
Abrimos otra botella. Un tinto para el fondo. “Déjame abrirla a mi”, dijo tuteándome risueñamente. Sirvió dos copas y mientras bebía agradecía a todos los santos y ángeles este convite. Yo también lo pasaba bien. Es posible que a esa hora mis sobrinos, nietos y demases estuvieses recibiendo Mp4, juegos electrónicos, videos, taca tacas, bicicletas y uno que otro traje de baño. Yo, sentado con mi mendigo en el comedor, sólo comíamos. Felices.
Era tarde a la hora del postre. Algunos bocinazos se escuchaban en los alrededores. Fruta de la estación le dio el colorido final a esta gran cena: cerezas, melón, sandía y duraznos mientras le dábamos el bajo al champagne del inicio de la cena.
No creía cuando le ofrecí un bajativo y un “purito”. Eso es mucho para mí, me decía extasiado. Pero dicho y hecho. Un Partagás para cada uno y un Chivas Regal de doce años fue nuestro fin de Pascuas. Omar, tosiendo por el humo del tabaco y agradecido, sacó de su vieja mochila una raída foto de su familia para mostrármela. “-No puedo regalarte nada pero quiero que te quedes con ella”, me comentó. Agradecí su gesto y regresé la foto a sus pertenencias y sin que se diese cuenta puse dentro de su vieja mochila el resto del whisky y siete lucas que aun sobrevivían en mi bolsillo.
Se fue feliz y yo dormí como nunca en mi vida. A la mañana siguiente, y como de costumbre, salí a comprar el diario y lo encontré durmiendo donde siempre, con una sonrisa y agarrado fuertemente a su mochila.
Exequiel Quintanilla
Un sueño de Navidad
Anoche, Nochebuena, me quede solo. No crean que nadie me invitó a pasar la fiesta en familia. Hijos, sobrinos y nietos me esperaban. Sin embargo decidí quedarme en mi departamento y salí al anochecer a dar una vuelta por el sector. Mi querida Mathilda estaba con su familia y me negué acompañarla. Quería una noche diferente.
Ahí estaba. Como todos los días del año. Mi mendigo favorito. Cada vez que lo veo busco un par de monedas y se las regalo pero nunca había cruzado una palabra con él. Omar me contó que se llamaba y lo invité a cenar “a la suerte de la olla” a mi departamento. Sonrió y levantó su frágil cuerpo agradeciendo el convite. “No es conveniente dejar las frazadas acá”, me comentó. “hay mucho ladrón por el barrio” decía mientras hacía un lulo con sus pertenencias. Dos frazadas, una harapienta mochila y una botella semivacía de ron.
Nos fuimos caminando lentamente como dos grandes amigos. Fui cartero, me contó. Su mujer y sus hijos lo abandonaron cuando le encontraron una enfermedad mental: “esquizofrenia”, me explicó. Cada mes va al consultorio por sus remedios. El, oriundo de un alejado pueblito en las lejanías de Temuco, dejó todo y a todos y se vino a la capital. “Pensé que me iría mejor”, razonó, sin saber quizá que Santiago era cruel y despiadado.
Entramos con mi mendigo. El departamento sabía a fiesta para él. Saqué de mis regalos anticipados unas toallas y le ofrecí el baño. Se ducho y afeitó con esmero. Cuando salió parecía otro. Ropa también le pase. No nueva pero limpia y sin hoyos. En vez de zapatos –que no podía ofrecerle- feliz ocupó unas zapatillas de levantar que había guardado de mi último periplo por un hotel costino. Una copa de champaña fue mi bienvenida, mientras veía como sus ojos estaban brillantes de emoción (o posiblemente de pena).
El menú era supermercadista. Había dispuesto la mesa con dos sillas pero decorada para la ocasión. Luego del champagne llegué con la entrada. Un simple carpaccio de salmón con ensalada de verdes que había comprado a la salida del Súper. Omar comía casi mejor que yo. Un “blanquito” que me había llegado de regalo sirvió para acompañar la entrada. Como viejos amigos conversábamos de la vida. “Soy libre como un pájaro”, comentaba y reía con los pocos dientes que tenía. Mis hijos están grandes y olvidaron a su padre, me contaba mientras miraba con ojos extraviados una pequeña corona de adviento que lucía en la mesa del centro del living. Ya no sufro de esquizofrenia, me comentó, aunque a veces continúo escuchando voces lejanas que me dicen que el mundo es malo y que yo soy el responsable de todo… y que con mis alas majestuosas yo podría ser el Nuevo Salvador…
Lo único que no se salvó esa noche fue el pavo que tenía como plato de fondo. Ya lo dije, la compra fue supermercadista y a la rápida. Sin embargo estaba más sabroso que nunca. Hasta ocupe un tarrito de postre de guaguas de manzana para darle un aire navideño al plumífero. Javier estaba extasiado. Yo, emocionado. Quizá cuantos años habían pasado desde su última nochebuena. Y yo quería que fuese inolvidable.
Abrimos otra botella. Un tinto para el fondo. “Déjame abrirla a mi”, dijo tuteándome risueñamente. Sirvió dos copas y mientras bebía agradecía a todos los santos y ángeles este convite. Yo también lo pasaba bien. Es posible que a esa hora mis sobrinos, nietos y demases estuvieses recibiendo Mp4, juegos electrónicos, videos, taca tacas, bicicletas y uno que otro traje de baño. Yo, sentado con mi mendigo en el comedor, sólo comíamos. Felices.
Era tarde a la hora del postre. Algunos bocinazos se escuchaban en los alrededores. Fruta de la estación le dio el colorido final a esta gran cena: cerezas, melón, sandía y duraznos mientras le dábamos el bajo al champagne del inicio de la cena.
No creía cuando le ofrecí un bajativo y un “purito”. Eso es mucho para mí, me decía extasiado. Pero dicho y hecho. Un Partagás para cada uno y un Chivas Regal de doce años fue nuestro fin de Pascuas. Omar, tosiendo por el humo del tabaco y agradecido, sacó de su vieja mochila una raída foto de su familia para mostrármela. “-No puedo regalarte nada pero quiero que te quedes con ella”, me comentó. Agradecí su gesto y regresé la foto a sus pertenencias y sin que se diese cuenta puse dentro de su vieja mochila el resto del whisky y siete lucas que aun sobrevivían en mi bolsillo.
Se fue feliz y yo dormí como nunca en mi vida. A la mañana siguiente, y como de costumbre, salí a comprar el diario y lo encontré durmiendo donde siempre, con una sonrisa y agarrado fuertemente a su mochila.
Exequiel Quintanilla