CRÍA FAMA
(Y échate a la cama)
“Amigos, sin duda hay que visitar el Fogón de Cotelé. Estuve de viaje de negocios en Puerto Montt y las personas que me recibieron allá me llevaron a cenar a ese restaurante. La atención la hizo el dueño, don Julio; simpatía, buena onda y las carnes... las puedes cortar con la cuchara. Pedí ir al día siguiente y repetir la experiencia. No te vas a arrepentir, amigo viajero. Sólo me queda cuestionarme porqué en Santiago no tenemos un sitio así... y esa vista al mar, te la encargo.”
Ante tales argumentos, sumados a otros recibidos in situ, no quedó otra que visitar ese tal Cotelé. Un restaurante ubicado en primera línea frente al mar en la caleta de Pelluco, en Puerto Montt. El último fin de semana Lobby viajó a la zona junto a varios empresarios y chefs de la capital. Allá, y siempre en contacto con la gastronomía, quisimos probar las carnes que han hecho famoso al sur y a nuestro país. Carnes sureñas, blandas y sabrosas frente a una vista insuperable. Un panorama sin igual.
Reservar fue lo primero que nos aconsejaron. Hecha la reserva para mediodía del sábado, un recorrido por Puerto Montt era lo indicado. Lo pensé más activo pero la ciudad está triste a pesar del sol reinante. Es la crisis del salmón nos contaron. Hay mucha cesantía y ya no es como antes. Con la posibilidad cierta que nos diera un bajón emocional, decidimos partir al Cotelé. Ahí podríamos satisfacer nuestros instintos carnívoros y refocilarnos con un lugar que prometía.
El Cotelé es una especie de palafito redondo, con ocho mesas y al centro un gigantesco brasero donde el patrón trabaja sus carnes. Cuando llegamos no había nadie. En realidad nadie más entró al restaurante durante nuestra experiencia. Un mozo, perdón, “el mozo” nos ofrece un aperitivo.
-¿Gustan un aperitivo los señores?
- Cerveza por favor, respondió uno de los contertulios
- Tenemos cerveza Kuntsmann
- Maravilloso. Una Bock para mí, respondíó
- Para mí una Torobayo, dijo otro feligrés
- Lo siento, solo hay rubia
- ¿Solo rubia? ¿Y de otra marca?
- Sólo Kuntsmann. O rubia o nada, fue la respuesta
Varias “rubias” llegaron a la mesa mientras el dueño de casa llegaba con un azafate a ofrecer las carnes. Estaban protegidas por alusaplast y varios cortes se veían algo pasados de color, de tiempo y de frío. Escogimos -de donde se podía- un trozo de lomo veteado que parecía ser el menos malo. A mi lado, un conocedor de carnes estaba colocándose algo mal genio. Tras cortar varios trozos de lomo con un cuchillo bastante deficiente, el jerarca del Cotelé los coloca en una cancatera (un utensilio de la zona que se ocupa principalmente para cocinar salmón a las brasas) y comienza a asarlas, frente a sus clientes, en el brasero comentado a un inicio.
La insistencia del mozo por vendernos ensalada surtida no tuvo éxito. Tras la renovación de las cervezas llega un plato con una papa cocida (de la zona y lo mejor de la experiencia); un pebre donde predominaba el vinagre y unas curiosas sopaipillas que más parecían ciabatta italiana fritas en aceite. Las carnes llegaron a continuación. Como nos habían informado que una de las condiciones de aceptar el desafío de comer en Cotelé era no indicar el grado de cocción de la carne, ésta llegó a nuestra mesa casi quemada y más dura que blanda. El desastre continuó cuando nuestro amigo chef, experto en carnes, nos informa que el trozo estaba previamente congelado y que tras el mal descongelamiento las fibras del animal se habían quebrado. Dejamos de lado gran parte del bife servido. No valía la pena.
Papayas de tarro de postre. Ya no estábamos para experimentos. Café, ni hablar. Salvó, luego de pagar la cuenta, onerosa para más encima, una copita de Araucano por parte de la casa. Cuando salimos del Cotelé nos sentíamos como puertomontinos. Tristes y desolados por la pobreza y la desidia.
La fama, un desastre. Se ganó el día el dueño, comentó uno de los presentes en el almuerzo. Más que eso, nada. Ni categoría, ni carnes, ni ambiente. Hasta el océano lo veíamos con otros ojos. Don Julio, el amo, fue en sus tiempos un cantante de cabarets y centros nocturnos hasta que decidió instalar su propio negocio. Tuvo épocas de gloria. Nadie recomienda negocios por hacerte mal. Sólo que a estas alturas de la vida hay que saber retirarse. Además, el lugar vale una fortuna.
Don Julio, hay otros que pueden reflotar el negocio. Usted váyase a vivir tranquilo y feliz de la vida. Su Cotelé ya no es lo que nos comentaron. La fama también cría cuervos. (Juantonio Eymin)
El Fogón de Cotelé: Juan Soler Manfredini 27800. Balneario Pelluco, Puerto Montt, fono 65- 278000.
(Y échate a la cama)
“Amigos, sin duda hay que visitar el Fogón de Cotelé. Estuve de viaje de negocios en Puerto Montt y las personas que me recibieron allá me llevaron a cenar a ese restaurante. La atención la hizo el dueño, don Julio; simpatía, buena onda y las carnes... las puedes cortar con la cuchara. Pedí ir al día siguiente y repetir la experiencia. No te vas a arrepentir, amigo viajero. Sólo me queda cuestionarme porqué en Santiago no tenemos un sitio así... y esa vista al mar, te la encargo.”
Ante tales argumentos, sumados a otros recibidos in situ, no quedó otra que visitar ese tal Cotelé. Un restaurante ubicado en primera línea frente al mar en la caleta de Pelluco, en Puerto Montt. El último fin de semana Lobby viajó a la zona junto a varios empresarios y chefs de la capital. Allá, y siempre en contacto con la gastronomía, quisimos probar las carnes que han hecho famoso al sur y a nuestro país. Carnes sureñas, blandas y sabrosas frente a una vista insuperable. Un panorama sin igual.
Reservar fue lo primero que nos aconsejaron. Hecha la reserva para mediodía del sábado, un recorrido por Puerto Montt era lo indicado. Lo pensé más activo pero la ciudad está triste a pesar del sol reinante. Es la crisis del salmón nos contaron. Hay mucha cesantía y ya no es como antes. Con la posibilidad cierta que nos diera un bajón emocional, decidimos partir al Cotelé. Ahí podríamos satisfacer nuestros instintos carnívoros y refocilarnos con un lugar que prometía.
El Cotelé es una especie de palafito redondo, con ocho mesas y al centro un gigantesco brasero donde el patrón trabaja sus carnes. Cuando llegamos no había nadie. En realidad nadie más entró al restaurante durante nuestra experiencia. Un mozo, perdón, “el mozo” nos ofrece un aperitivo.
-¿Gustan un aperitivo los señores?
- Cerveza por favor, respondió uno de los contertulios
- Tenemos cerveza Kuntsmann
- Maravilloso. Una Bock para mí, respondíó
- Para mí una Torobayo, dijo otro feligrés
- Lo siento, solo hay rubia
- ¿Solo rubia? ¿Y de otra marca?
- Sólo Kuntsmann. O rubia o nada, fue la respuesta
Varias “rubias” llegaron a la mesa mientras el dueño de casa llegaba con un azafate a ofrecer las carnes. Estaban protegidas por alusaplast y varios cortes se veían algo pasados de color, de tiempo y de frío. Escogimos -de donde se podía- un trozo de lomo veteado que parecía ser el menos malo. A mi lado, un conocedor de carnes estaba colocándose algo mal genio. Tras cortar varios trozos de lomo con un cuchillo bastante deficiente, el jerarca del Cotelé los coloca en una cancatera (un utensilio de la zona que se ocupa principalmente para cocinar salmón a las brasas) y comienza a asarlas, frente a sus clientes, en el brasero comentado a un inicio.
La insistencia del mozo por vendernos ensalada surtida no tuvo éxito. Tras la renovación de las cervezas llega un plato con una papa cocida (de la zona y lo mejor de la experiencia); un pebre donde predominaba el vinagre y unas curiosas sopaipillas que más parecían ciabatta italiana fritas en aceite. Las carnes llegaron a continuación. Como nos habían informado que una de las condiciones de aceptar el desafío de comer en Cotelé era no indicar el grado de cocción de la carne, ésta llegó a nuestra mesa casi quemada y más dura que blanda. El desastre continuó cuando nuestro amigo chef, experto en carnes, nos informa que el trozo estaba previamente congelado y que tras el mal descongelamiento las fibras del animal se habían quebrado. Dejamos de lado gran parte del bife servido. No valía la pena.
Papayas de tarro de postre. Ya no estábamos para experimentos. Café, ni hablar. Salvó, luego de pagar la cuenta, onerosa para más encima, una copita de Araucano por parte de la casa. Cuando salimos del Cotelé nos sentíamos como puertomontinos. Tristes y desolados por la pobreza y la desidia.
La fama, un desastre. Se ganó el día el dueño, comentó uno de los presentes en el almuerzo. Más que eso, nada. Ni categoría, ni carnes, ni ambiente. Hasta el océano lo veíamos con otros ojos. Don Julio, el amo, fue en sus tiempos un cantante de cabarets y centros nocturnos hasta que decidió instalar su propio negocio. Tuvo épocas de gloria. Nadie recomienda negocios por hacerte mal. Sólo que a estas alturas de la vida hay que saber retirarse. Además, el lugar vale una fortuna.
Don Julio, hay otros que pueden reflotar el negocio. Usted váyase a vivir tranquilo y feliz de la vida. Su Cotelé ya no es lo que nos comentaron. La fama también cría cuervos. (Juantonio Eymin)
El Fogón de Cotelé: Juan Soler Manfredini 27800. Balneario Pelluco, Puerto Montt, fono 65- 278000.