¿EN QUÉ ESTÁBAMOS?
Hay que ser francos. A finales de septiembre estaba a punto de embarcarme a Paris, Bruselas, Ámsterdam y Frankfurt en lo que sería un nuevo viaje por el viejo continente. La gracia era que este periplo estaba financiado por una línea aérea y un hotel, dejando sólo el pago de las tasas de embarque a mi cargo. Todo ideal.
Todo… o casi todo. A escasas 48 horas del viaje me sentí mal y decido (no muy convencido) ir al hospital de la Universidad Católica para que me revisen o me mediquen algo para lo que yo llamaba resfrío. El resto de la historia está confusa entre médicos, hambre, sed, dolores… y diez días de inconciencia. Mi sistema operativo se había ido a negro.
Desperté un domingo (según mis hijos), con una sed de esas de legionario. Ahí me enteré de todos (o casi todos) mis males que me mantuvieron fuera de competencia durante más de una semana. Como diría Álvaro Portugal, lo mío fue una crisis de la buena vida y la poca vergüenza; el mal del cronista gastronómico… el exceso de confianza.
Queda mucho por delante. Adecuar la gula, saciar la sed a punta de agua, cambiar dentadura y eliminar moretones que por cientos abundan en mi alicaída humanidad, aprender a comer (aunque no lo crean); a caminar y otros detalles. Pero igual comenzamos otra etapa. Una nueva que pretendo gozar a concho con mis lectores.
Aun queda camino por recorrer y gracias a todos los que me ayudaron durante este tiempo a no olvidar Lobby. (JAE)