LOS DAMASCOS ORIENTALES
Pero
nada de eso es digno de comentar después de haber conocido a Luciana. La semana
pasada andaba en el centro de la capital buscando damascos orientales para
regalarle a Elka, mi geriatra. Me habían comentado que en las cercanías del
Teatro Municipal existía un negocio que vendía esta delicia importada de
Turquía. Reconozco que iba paveando y sólo pensando en la doctora polaca que
amaba estos frutos secos provenientes de Turquía. Delante de mí, una grácil
chica tropieza con uno de los desniveles de la calle y cae estrepitosamente al
suelo. Al darme cuenta de la situación, me agaché a prestarle ayuda mientras
ella se tocaba el tobillo y despotricaba contra el estado de las veredas de la
capital. Le ayudé a pararse y con dificultad lo hizo.
-¡Concha…! ¿Qué hago ahora?
- Quédate tranquila, -respondí mientras la sentaba en una escalinata de las
puertas laterales del Teatro Municipal.- ¡Por la puta!, hoy tengo que bailar.
- ¿Eres bailarina?
- Parece que era… ¡hasta que me tropecé con esta mierda de pavimento!
Flaca
como un dedo y con un tomate en su negro pelo me confirmaron que ella bailaba
en aquel sitio. –“Soy Exe, le dije, y permíteme ayudarte”
-Gracias,
Exe. Soy Luciana. Perdona por las chuchadas pero me duele el tobillo -dijo
mientras agarraba su celular y llamaba a sus jefes en el Teatro-. A los cinco
minutos estábamos todos en la sala de primeros auxilios del Municipal y varios
revisaban el tobillo de la bailarina mientras yo le miraba sus piernas. “Soy un
degenerado, pensé. Vine por damascos orientales y para variar termino enredado en
un forro”.
La
trataron mejor que a un jugador de la selección chilena. Era una contractura
leve. Le aplicaron ungüentos y le inyectaron calmantes. El director del ballet
le entrega la mala noticia: “tendrás que estar en reposo tres días y en
Santiago, querida.”
-
¡Yo vivo en Villa Alemana!, explotó.
-
Tendrás que buscarte un lugar donde quedarte un par de días. Desgraciadamente
el presupuesto municipal no nos da para mandarte a un hotel o clínica. Además,
eso es para las estrellas del ballet y tú sólo eres un cheque a fecha.- ¿Y dónde mierdas me quedo?
Palabras
van y vienen. Yo escuchaba. Me acerqué a Luciana y le ofrecí mi departamento.
Ella vio en mí una especie o figura de padre y accedió a descansar en la
pequeña habitación de alojados de mi céntrico departamento. Luego de
entregarles mis datos a sus jefes para que mandaran diariamente un matasanos
para evaluar el estado de la bailarina, salimos del lugar. Ella con una venda y
cojeando, y yo sin mis damascos orientales.
-
Gracias, Exe. ¡Eres como un padre!
-
No podía dejarte sola y botada en la ciudad, respondí
Monísima
se veía con uno de los pijamas satinados de mi paquita. Se acostó y un par de
cojines le ayudaron a mantener su pié el alto. Durmió un par de horas y
despertó hambrienta. Como en mi refrigerador sólo guardo recuerdos, llamé a Rosendo,
mi contacto en la Confitería Torres, para que me enviara comida a domicilio.
-
Imposible… ¡acá no hacemos delivery!
-
¡Es una emergencia, Rosendo!- ¿En qué estás metido, viejo lacho?
- Si te cuento, no lo creerías ¿Me mandas comida?
- En un taxi, pero tú la pagas.
- ¿Qué de rico tienes hoy?
- Lo de siempre, pero también nos llegaron erizos
-¿Del norte o del sur?
- De Los Vilos, Exe
- ¿Están muy caros?
- Baratos para ti, siempre y cuando después me cuentes la historia. ¿Qué quieres de fondo?
- ¿Callitos?
- Vale, ¿y qué más?
- Podría ser una carne estofada y puré… También una gran ensalada verde ya que lo que tengo en casa no sé si come carne o pasto.
- ¿Vegetariana?
- Bailarina.
- ¿Te mando una pastillita azul también?
- Gracioso. Apúrate, que tenemos hambre.
Mientras llegaba el pedido abrí una botella de
un espumoso rosé mendocino Cruzat. Es cierto que si bien en mi refrigerador no
hay nada sólido, los líquidos abundan. Dos copas y a su habitación. Ella,
Luciana, la bailarina, vació su copa de un sorbo. –“Gracias, Exe, -me dice,
necesitaba este trago”.
Como
Rosendo no me había mandado pan, ocupé un pan de hoja que tenía congelado. Como
comprenderán, la cama quedó llena de migas y le ofrecí cambiarla de habitación
y que ocupara la mía. A Luciana le brillaron sus ojitos y aun así pregunta:
-¿Te
portarías bien?
- Dormiré en el sofá-No es necesario. Confío en ti.
- Siento mucho no tener postres en casa. ¿Quieres un yogurt?
- Prefiero un bajativo, respondió.
Dormíamos profundo cuando suena el timbre al
día siguiente. Era el médico que había mandado el Teatro para revisar a “mi”
bailarina. – ¿Usted es el papá de Luciana?, pregunta inocentemente. ¡Me habría
encantado tener una hija bailarina!, prosiguió. ¿Se ha sentido bien su hija… o
es su nieta?
- Creo que sí. Está tomando un baño en estos
momentos.
- ¡Eso le hace bien!- Lo mismo digo, doc. ¿Un café mientras la espera?
Dos
días después nos despedimos y prometió enviarme boletos gratuitos para ir a
verla bailar al Municipal. Mi departamento quedó vacío y lleno de escamas de
pan de hoja y varios envases de aluminio de los almuerzos y cenas. Como no hay
deuda que no se pague - y esta vez con mayor razón-, partí al Torres a pagar el
último consumo de estos días de lujuria mental. ¡Estás vivo!, dice riendo Rosendo:
¡cuéntame… cuéntame!
Pagué
la cuenta como un autista. No dije una palabra. En mi mente (cada día más
lenta) solo rondaba Luciana y los damascos orientales que le había ofrecido a
Elke. De ahí partí nuevamente al microcentro de la capital. ¡Más me vale
comprar esos putos damascos orientales!, pensé. Si me quedo sin geriatra, poco
destino tiene mi vida. Así que nuevamente comencé a recorrer la calle San
Antonio tras estos frutos que llegan secos al país. Y esta vez me fui por la
vereda del frente. ¡Ojalá que nadie se tropiece!
Exequiel Quintanilla