martes, 7 de febrero de 2017

EL REGRESO DE DON EXE


 
DÍA DE CUPIDO

Parece que los incendios y cagadas que están quedando en el sur aun no finalizan y mi pobre paquita continúa en la zona colaborando con todo y sólo se acordó del día del amor cuando la llamé por teléfono para darle un beso desde la distancia. Ella estaba asignada en Tomé y agradeciendo mi llamada me informó que regresaría a la capital a fin de mes. Yo, pasando unos días en Coquimbo, tierra de piratas, me tranquilicé pensando que aún tengo algunos días de descanso y, a pesar de estar solo, de un placer inconmensurable.

Pero era 14 de febrero. Día de los enamorados. Parejas y más parejas haciéndose añuñucos en la playa y en las veredas me puso nostálgico. Salir a algún lugar sin compañía alguna sería algo tirado de las mechas. Las reservas en los restaurantes eran –obvio- para dos y yo, como un dedo, no podía quebrar las normas que se imponen para el día de los enamorados.

¿Qué hacer? ¿Quedarme viendo teleseries bíblicas en la TV? ¿Caminar por la playa como alma en pena? ¿Poner en el DVD por decimoquinta vez los Puentes de Madison? ¡No señor! Este veterano tiene orgullo y prestancia. Mi hijo, bienamado él, me había pasado cincuenta luquitas para alguna eventualidad durante mis vacaciones. “Sólo para emergencias”, me había advertido. Yo, algo corto de fondos, aún tenía vírgenes esos azules billetes que con la imagen de Arturo Prat en su verso y la hacienda San Agustín del Puñual en su reverso, me otorgaban la posibilidad de que algo urgente me hiciera recurrir a esos fondos de emergencia y este día era el preciso.

¿Qué hace un tipo solo, en un lugar desconocido y que no ubica a nadie? ¿Qué hace Exe aburrido y con tal sólo mirar a las parejas besuqueándose y haciéndose arrumacos le da una morriña de miedo?

Parte al casino.

Y no a comer ni nada por el estilo. A jugar. Las luquitas para las eventualidades me brindarían –bien administradas- un par de horas de placer ludópata y con suerte algunos dividendos. Entrando al templo del vicio coquimbano me deslumbré con las bellas de siempre y sus pechuguitas casi al aire. Era como el festival de la silicona. Me senté en el bar de la sala de juegos y pedí un pisco sour –intomable- mientras me soslayaba con las bellas (y no tanto) que inundaban el sector. Mientras, pensaba si las lucas que me había pasado mi primogénito las gastaría en las máquinas o en la ruleta. De partida, apague mi celular por si llamaba Sofía para que no sintiera el ruido de las máquinas. Pagué, con oro, el sour con limón oxidado y tras quedarme tranquilo después de haber visto una gran colección de jeans y poleritas ajustadas, partí a las máquinas.

Las primeras diez luquitas de Joaquincito se fueron a las arcas de Enjoy en menos tiempo de lo que dura el canto de un gallo. “Es el amor”, reflexioné. “Buena suerte en el juego, mala suerte en el amor” dicen por ahí. Mi paquita debe estar a estas horas durmiendo y soñando conmigo. Ahí apareció mi ángel malo que me decía que ella estaba jugando lo mismo en el casino de Talcahuano… y que ganaba y ganaba. O sea, ella tenía buena suerte en el juego. ¿Y yo?

Decidí entonces cambiar de tragamonedas y tratar de ganar un par de pesos en otra. La suerte no estaba a mi favor. Diez lucas malgastadas eran por lo menos un buen congrio colorado o tres palometas de buen tamaño. Incluso un vinacho podría haber comprado. Pero la idea (mientras más viejo, más ideas erróneas), era ganarle al casino. Además, a esa hora, muchos y muchas estarían ya “en otra”, mientras este veterano, solo y triste, trataba de pasar en forma más agradable el día del amor.

Tenía ganas de tomar un trago de verdad. Mi acalorada mente comenzó a pensar cuál es el bebestible que sirvan puro- y en origen- en la barra, llegando a la conclusión que un vodka -a la vena- era lo indicado. Ahí no hay intervención humana. Así que antes de seguir apostando –y perdiendo- pedí un martini (en vodka) con apenas un zeste de limón. Trago en mano y haciendo malabares para esquivar a los mirones de siempre, comencé a recorrer los pasillos por si alguna maquiavélica máquina me llamaba a jugar.

Aterricé en un tragamonedas desconocido. Me gustó ya que en vez de números o imágenes, la clave era “bar”. Me sentí como en casa y comencé a jugar. Mientras más “bar” más puntos ganaba. Pero a mí me salían sietes y campanitas. De pronto, pareciera que un ángel jugador, ludópata y arrepentido, se acordó de mí y cinco “sietes” se alinearon en una columna. La máquina, febril y gritona, comenzó a gemir y hasta ladrar. Sonaban campanas y se iluminaban luciérnagas, luces, cantos y sonidos extraños salían del interior de la máquina. Apuré mi vodka mientras la tragabilletes hacía sus cálculos. Luego… silencio. Mi enamorada máquina había tenido un orgasmo de puntos y me los ofrecía gentilmente en el día de Cupido.

Recuperé los billetes azules que estaban para emergencias. Más aún. Cancelé con las utilidades los bebestibles que había consumido. En resumen, tarde ya, deduje que había gastado parte de lo que me queda de vida jugando al azar. Es como la vida, reflexioné. Se gana y se pierde. La diosa fortuna esta vez se acordó de mí y decidió que me fuera del casino invicto y con los fondos “de emergencia” en el bolsillo.

Salí de Enjoy sin ganas de regresar. El juego no es de mi predilección. Ojalá el próximo 14 de febrero -el 2018- Sofía me acompañe. Iríamos a cenar y a beber una copa de vino a la luz de la luna. (A no ser que a ella se le ocurra ir a probar suerte al bendito casino).

Exequiel Quintanilla