DÍA DE CUPIDO
Parece
que los incendios y cagadas que están quedando en el sur aun no finalizan y mi
pobre paquita continúa en la zona colaborando con todo y sólo se acordó del día
del amor cuando la llamé por teléfono para darle un beso desde la distancia.
Ella estaba asignada en Tomé y agradeciendo mi llamada me informó que
regresaría a la capital a fin de mes. Yo, pasando unos días en Coquimbo, tierra
de piratas, me tranquilicé pensando que aún tengo algunos días de descanso y, a
pesar de estar solo, de un placer inconmensurable.
Pero
era 14 de febrero. Día de los enamorados. Parejas y más parejas haciéndose
añuñucos en la playa y en las veredas me puso nostálgico. Salir a algún lugar
sin compañía alguna sería algo tirado de las mechas. Las reservas en los
restaurantes eran –obvio- para dos y yo, como un dedo, no podía quebrar las
normas que se imponen para el día de los enamorados.
¿Qué
hacer? ¿Quedarme viendo teleseries bíblicas en la TV? ¿Caminar por la playa
como alma en pena? ¿Poner en el DVD por decimoquinta vez los Puentes de
Madison? ¡No señor! Este veterano tiene orgullo y prestancia. Mi hijo,
bienamado él, me había pasado cincuenta luquitas para alguna eventualidad
durante mis vacaciones. “Sólo para emergencias”, me había advertido. Yo, algo
corto de fondos, aún tenía vírgenes esos azules billetes que con la imagen de
Arturo Prat en su verso y la hacienda San Agustín del Puñual en su reverso, me
otorgaban la posibilidad de que algo urgente me hiciera recurrir a esos fondos
de emergencia y este día era el preciso.
¿Qué
hace un tipo solo, en un lugar desconocido y que no ubica a nadie? ¿Qué hace
Exe aburrido y con tal sólo mirar a las parejas besuqueándose y haciéndose
arrumacos le da una morriña de miedo?
Parte
al casino.
Y
no a comer ni nada por el estilo. A jugar. Las luquitas para las eventualidades
me brindarían –bien administradas- un par de horas de placer ludópata y con
suerte algunos dividendos. Entrando al templo del vicio coquimbano me deslumbré
con las bellas de siempre y sus pechuguitas casi al aire. Era como el festival
de la silicona. Me senté en el bar de la sala de juegos y pedí un pisco sour
–intomable- mientras me soslayaba con las bellas (y no tanto) que inundaban el
sector. Mientras, pensaba si las lucas que me había pasado mi primogénito las
gastaría en las máquinas o en la ruleta. De partida, apague mi celular por si
llamaba Sofía para que no sintiera el ruido de las máquinas. Pagué, con oro, el
sour con limón oxidado y tras quedarme tranquilo después de haber visto una
gran colección de jeans y poleritas ajustadas, partí a las máquinas.
Las
primeras diez luquitas de Joaquincito se fueron a las arcas de Enjoy en menos
tiempo de lo que dura el canto de un gallo. “Es el amor”, reflexioné. “Buena
suerte en el juego, mala suerte en el amor” dicen por ahí. Mi paquita debe
estar a estas horas durmiendo y soñando conmigo. Ahí apareció mi ángel malo que
me decía que ella estaba jugando lo mismo en el casino de Talcahuano… y que
ganaba y ganaba. O sea, ella tenía buena suerte en el juego. ¿Y yo?
Decidí
entonces cambiar de tragamonedas y tratar de ganar un par de pesos en otra. La
suerte no estaba a mi favor. Diez lucas malgastadas eran por lo menos un buen
congrio colorado o tres palometas de buen tamaño. Incluso un vinacho podría
haber comprado. Pero la idea (mientras más viejo, más ideas erróneas), era
ganarle al casino. Además, a esa hora, muchos y muchas estarían ya “en otra”,
mientras este veterano, solo y triste, trataba de pasar en forma más agradable
el día del amor.
Tenía
ganas de tomar un trago de verdad. Mi acalorada mente comenzó a pensar cuál es
el bebestible que sirvan puro- y en origen- en la barra, llegando a la
conclusión que un vodka -a la vena- era lo indicado. Ahí no hay intervención
humana. Así que antes de seguir apostando –y perdiendo- pedí un martini (en
vodka) con apenas un zeste de limón. Trago en mano y haciendo malabares para
esquivar a los mirones de siempre, comencé a recorrer los pasillos por si
alguna maquiavélica máquina me llamaba a jugar.
Aterricé
en un tragamonedas desconocido. Me gustó ya que en vez de números o imágenes,
la clave era “bar”. Me sentí como en casa y comencé a jugar. Mientras más “bar”
más puntos ganaba. Pero a mí me salían sietes y campanitas. De pronto, pareciera
que un ángel jugador, ludópata y arrepentido, se acordó de mí y cinco “sietes”
se alinearon en una columna. La máquina, febril y gritona, comenzó a gemir y
hasta ladrar. Sonaban campanas y se iluminaban luciérnagas, luces, cantos y
sonidos extraños salían del interior de la máquina. Apuré mi vodka mientras la
tragabilletes hacía sus cálculos. Luego… silencio. Mi enamorada máquina había
tenido un orgasmo de puntos y me los ofrecía gentilmente en el día de Cupido.
Recuperé
los billetes azules que estaban para emergencias. Más aún. Cancelé con las
utilidades los bebestibles que había consumido. En resumen, tarde ya, deduje
que había gastado parte de lo que me queda de vida jugando al azar. Es como la
vida, reflexioné. Se gana y se pierde. La diosa fortuna esta vez se acordó de mí
y decidió que me fuera del casino invicto y con los fondos “de emergencia” en
el bolsillo.
Salí
de Enjoy sin ganas de regresar. El juego no es de mi predilección. Ojalá el
próximo 14 de febrero -el 2018- Sofía me acompañe. Iríamos a cenar y a beber
una copa de vino a la luz de la luna. (A no ser que a ella se le ocurra ir a
probar suerte al bendito casino).
Exequiel Quintanilla