GASTÓN ACURIO
SEGÚN MARIO VARGAS LLOSA
El
niño se llamaba Gastón Acurio, como su padre, un ingeniero y político que fue
siempre colaborador cercano de Fernando Belaunde Terry. Alentado por su madre,
el niño siguió pasando buena parte de su niñez y su adolescencia en la cocina,
mientras terminaba el colegio y comenzaba en la Universidad Católica sus
estudios de abogado. Ambos ocultaron al papá esta afición precoz del joven
Gastón, que, acaso, el pater familias hubiera encontrado inusitada y poco
viril.
El
año 1987 Gastón Acurio fue a España, a seguir sus estudios de derecho en la
Complutense. Sacaba buenas notas pero olvidaba todas las leyes que estudiaba
después de los exámenes y lo que leía con amor no eran tratados jurídicos sino
libros de cocina. El ejemplo y la leyenda de Juan María Arzak lo deslumbraron.
Entonces, un buen día, comprendiendo que no podía seguir fingiendo más, decidió
confesarle a su padre la verdad.
Gastón
Acurio papá, un buen amigo mío, descubrió así, en un almuerzo con el hijo al
que había ido a visitar a Madrid y al que creía enrumbado definitivamente hacia
la abogacía, que a Gastón-hijo no solo no le gustaba el derecho, sino que,
horror de horrores, ¡soñaba con ser cocinero! Él reconoce que su sorpresa fue
monumental y yo estoy seguro de que perdió el habla y hasta se le descolgó la
mandíbula de la impresión. En ese tiempo, en el Perú se creía que la cocina
podía ser una afición, pero no una profesión de señoritos.
Sin
embargo, hombre inteligente, terminó por inclinarse ante la vocación de su
hijo, y le firmó un cheque, para que se fuera a París, a completar su formación
en el Cordon Bleu. Nunca se arrepentiría y hoy debe ser, sin duda, uno de los
padres más orgullosos del mundo por la formidable trayectoria de su heredero.
Gastón
estuvo dos años en el Cordon Bleu y allí conoció a una muchacha francesa, de
origen alemán, Astrid, que, al igual que él, había abandonado sus estudios
universitarios —ella, de Medicina— para dedicarse de lleno a la cocina
(principalmente, la pastelería). Estaban hechos el uno para el otro y era
inevitable que se enamoraran y casaran.
Después
de terminar sus estudios y hacer prácticas por algún tiempo en restaurantes
europeos, se instalaron en el Perú y abrieron su primer restaurante, Astrid y
Gastón, el 14 de julio de 1994, con 45 mil dólares prestados entre parientes
cercanos y lejanos. El éxito fue casi inmediato y, quince años después, Astrid
y Gastón exhibe sus exquisitas versiones de la cocina peruana, además de Lima,
en Buenos Aires, Santiago, Quito, Bogotá, Caracas, Panamá, México y Madrid.
En
estos restaurantes la tradicional comida peruana es el punto de partida pero no
de llegada: ha sido depurada y enriquecida con toques personales que la
sutilizan y adaptan a las exigencias de la vida moderna, a las circunstancias y
oportunidades de la actualidad, sin traicionar sus orígenes pero, también, sin
renunciar por ello a la invención y a la renovación.
Otra
variante del genio gastronómico de Gastón Acurio es La Mar, un restaurante
menos elaborado y formal, más cercano a los sabores genuinos de la cocina
popular, que, al igual que Astrid y Gastón, después de triunfar en el Perú,
tiene ya una feliz existencia en siete países extranjeros.
Pero
el éxito de Gastón Acurio no puede medirse en dinero, aunque es de justicia
decir de él que su talento como empresario y promotor es equivalente al que
despliega ante las ollas y los fogones. Su hazaña es social y cultural. Nadie
ha hecho tanto como él para que el mundo vaya descubriendo que el Perú, un país
que tiene tantas carencias y limitaciones, goza de una de las cocinas más
variadas, inventivas y refinadas del mundo, que puede competir sin complejos
con las más afamadas, como la china y la francesa. (¿A qué se debe este
fenómeno? Yo creo que a la larga tradición autoritaria del Perú: la cocina era
uno de los pocos quehaceres en que los peruanos podían dar rienda suelta a su
creatividad y libertad sin riesgo alguno).
En
buena parte es culpa de Gastón Acurio que hoy los jóvenes peruanos de ambos
sexos sueñen con ser chefs como antes soñaban con ser psicólogos, y antes
economistas, y antes arquitectos. Ser cocinero se ha vuelto prestigioso, una
vocación bendecida incluso por la frivolidad. Y por eso, pese a la crisis, en
Lima se inauguran todo el tiempo nuevos restaurantes y las academias e
institutos de alta cocina proliferan.
Si
alguien me hubiera dicho hace algunos años que un día iba a ver organizarse en
el extranjero “viajes turísticos gastronómicos” al Perú, no lo hubiera creído.
Pero ha ocurrido y sospecho que los chupes de camarones, los piqueos, la causa,
las pachamancas, los cebiches, el lomito saltado, el ají de gallina, los
picarones, el suspiro a la limeña, etcétera, traen ahora al país tantos turistas
como los palacios coloniales y prehispánicos del Cusco y las piedras de Machu
Picchu. La casa-laboratorio que tiene Gastón Acurio en Barranco, donde explora,
investiga, fantasea y discute nuevos proyectos con sus colaboradores, ha
adquirido un renombre mítico y la vienen a visitar chefs y críticos de medio
mundo.
Gracias
a Gastón Acurio los peruanos han aprendido a apreciar en todo lo que vale la
riqueza gastronómica de su tierra. Él tiene un programa televisivo en el que,
desde hace cinco años, visita cada semana un restaurante distinto, para mostrar
lo que hay en él de original y de diverso en materia de menú. De este modo ha
ido revelando la increíble diversidad de recetas, variantes, innovaciones y
creaciones de que está hecha la cocina peruana.
Cómo
se da tiempo para hacer tantas cosas (y todas bien) es un misterio. Su programa
“Aventura Culinaria” ha servido, entre otras cosas, para que se sepa que,
además de Gastón Acurio, hay en el Perú de hoy otros chefs tan inspirados como
él. Esa generosidad y espíritu ancho no es frecuente entre los empresarios, ni
en el Perú, ni en ninguna otra parte.
Si
en Astrid y Gastón, La Mar o cualquiera de los otros restaurantes de la
familia, usted se siente mejor atendido que en otras partes, no se sorprenda.
Los camareros de Gastón Acurio —juro que esto no es invención de
novelista—siguen cursos de inglés, francés y japonés, y toman clases de teatro,
de mimo y de danza. Si después de recibir este entrenamiento deciden buscarse
otro trabajo, “mejor para ellos”, dice Acurio. “Esa es la idea, justamente”.
El
éxito no lo ha mareado. Es sencillo, pragmático, vacunado contra el pesimismo,
y, como goza tanto con lo que hace, resulta estimulante escucharlo hablar de
sus proyectos y sueños. No tiene tiempo para envidias y su entusiasmo febril es
contagioso. Si hubiera un centenar de empresarios y creadores como Gastón
Acurio, el Perú hubiera dejado atrás el subdesarrollo hacía rato. (Marzo 2009)