EL ARTE DE HACER
DESAPARECER RESTAURANTES
El
mundo de la gastronomía chilena es como mágico. Casi para pensar que David
Copperfield está tras las aperturas y cierres de restaurantes. Aparecen y
desaparecen a una velocidad abismante. Créannos -y no mentimos-, que la más
modesta verdulería tiene un mejor futuro que un emprendimiento gastronómico. En
todos los años que hemos estado ligados a esta industria son muchos los
establecimientos que ya no existen. Sin embargo, el modesto almacén de la
esquina sigue sobreviviendo, ahora hasta con código de barras y su propietario
arriba de una moderna 4 x 4.
No
queremos decir con esto que el negocio gastronómico no tenga beneficios, sin
embargo bueno es de vez en cuando alertar a los inversionistas sobre la
decisión de embarcarse en un negocio tan veleidoso como el gastronómico.
“Queremos
hacer algo diferente”, es quizá el primer error que cometen los empresarios.
Muchos piensan que una nueva receta les traerá dividendos extraordinarios a la
propuesta. Tragos exóticos, dicen los que apuestan por un bar; platos nunca
vistos, opinan los que se meten en un restaurante. Y se olvidan del cliente,
ese que no necesariamente apuntan, que les da de comer y la tranquilidad de
vivir.
En
esta nota no pretendemos analizar el manejo interno del boliche ya que lo hemos
planteado varias veces, aunque si queremos dar el punto de vista del cliente
común y corriente, ese que es el objetivo final de todo emprendimiento. Ese
cliente es (en la mayoría de los casos) escaso. Por ahí hay estudios que dicen
que el 4% de la población chilena visita regularmente restaurantes de mantel
largo. O sea, el público objetivo bajó de 16 millones de chilenos a sólo 640
mil potenciales clientes. De esa masa, sólo una parte vive en el lugar donde se
planea el negocio.
La
labor de un cronista no es sólo alabar o encontrar detalles en los restaurantes
que visita. Va más allá. Al igual que los wine writers que escriben de bodegas
y viñas, no sólo comentamos del mundo de Bilz y Pap. Y como ambas actividades
están ligadas al hedonismo y al goce de los sentidos, algunas veces ponemos
algunas voces de alerta a los que nos quieran leer.
Recordamos
anécdotas: hace unos años Rancagua se vistió de gala para recibiprimer
restaurante de categoría de la ciudad. Sus propietarios no escatimaron recursos
para instalar un lugar hecho y derecho. Se dieron el lujo de contratar un chef
capitalino para armar una carta novedosa y “levantaron” al sous chef del mejor
restaurante de Santiago para que oficiara de mandamás de una cocina grande y
pulcra. El resultado: al año era una parrillada. Los propietarios del local
pensaron que Rancagua era una excelente plaza para su proyecto dado que ahí el
dinero corre a raudales. Se equivocaron.
Estoy
por pensar que muchos nuevos empresarios gastan 500 o más millones sólo por
intuición. Pequeñas fortunas que bien administradas podrían servir hasta para
educar a los nietos. Se apoyan en arquitectos (ya que ellos saben de arte), en
amigos sibaritas (ya que ellos serían sus clientes) y en el banco, donde les
compran la genial idea del restaurante. Nunca consultan a los expertos. Se
sienten tan seguros de sus ideas que éstos estorban.
Así vemos día a día florecer restaurantes que luego de un tiempo caen en
desgracia. Y eso nada de bien le hace a nuestra gastronomía. Realmente hay que
ser como Copperfield para mantener el negocio funcionando bien. Y si no tiene
las dotes de mago, mejor cómprese departamentos para arrendar o un almacén. Le
irá muchísimo mejor. (Juantonio Eymin)