AVENTURA EN LA NIEVE
Para refrescarse un poco
en este verano tan caluroso, don Exe nos relata un viaje a la nieve que realizó
a mediados de año. Pura frescura…
Me
perdí unos días. Lo lamento ya que recibí varios mails donde preguntaban qué me
había pasado. Muchos creían que estaba dando mis últimos suspiros en algún
hospital de la capital y otros pensaban que me había arrancado con alguna
jugosa morena a tierras soleadas. Todos ellos estaban errados. Como comenzaban
las vacaciones de invierno escolares, mi bendita nuera obligó a mi hijo
invitarme a pasar unos días en la nieve. Un lujito que muchos quisieran pero
que a estas alturas de mi vida, fue un desastre.
Pasaron
temprano a buscarme. Olvídense que llevaba ropa ad-hoc para la ocasión. En mi
maleta, unos antiguos pantalones de cotelé y un sweater de lana (acrílico en
realidad), era mi vestimenta oficial. Me senté atrás en la 4 x 4 de Joaquincito
junto a los tres pendejos que son mis nietos. Ni les cuento el viaje ya que
prefiero marearme con pisco o whisky. Llegué a destino hecho bolsa y me
asignaron una pequeña habitación con vista… nunca supe la vista que tenía, ya
que la ventana estaba tapada con nieve.
El
hotel era una especie de crucero. Todo tiene horarios. Desayunar, almorzar y
cenar. Si no tienes hambre a la hora de tu turno, cagaste. Si tienes apetito
antes de tiempo, también.
Harta
gringa y argentina rica en el lote de pasajeros del hotel. Pero
desgraciadamente nadie me dio esférica. El interés de ellas era el esquí y yo,
con un pantalón de cotelé café, un sweater verde oscuro y una parca roja, bien
parecía bandera de un país africano. Mi única actividad fue ver, desde la
terraza del amplio living del hotel, como mis nietos aprendían a esquiar en un
día que estaba más helado que candado de potrero.
Miraba
con aburrimiento a mis nietos cuando se aparece ella. Bueno, ella es parte de
esta historia y era (hasta donde sé) moza del hotel. Como me vio aburrido en la
terraza y más abrigado que guagua de consultorio, me metió conversa.
- ¡Menos mal!, prosiguió. Estoy aburrida de hablar inglés
- ¿De dónde eres?
- Vivo en Los Andes y por eso trabajo acá todas las temporadas
- Yo soy Exe. ¿Cómo te llamas?
- Enriqueta. ¿Vas a pedir algo? Mira que mis jefes observan todo y tengo que vender,
- Tráeme una piscola.
- Le tenemos Control, Capel, Alto del Carmen y Mistral.
- Mistral de 35. Por favor
- Usté manda. ¿Lo cargamos a la cuenta o lo paga acá?
- Cárgalo a la 136… lo dije con todas mis malas intenciones
- ¿136? ¿La habitación chiquita sin vista?
- Esa misma…
Panorama
de mierda. A las 3 de la tarde se puso a nevar así que todos regresaron al
hotel. Mis nietos, aburridos, se fueron a jugar con un computador en la sala de
juegos. Mi nuera quería acción y me pregunto si podía hacerme cargo de los
pendex mientras ella iba con su marido por una “siesta”. Enriqueta cada cinco
minutos volvía a ofrecerme otro trago. Parecía copetinera la guacha. Yo,
aburrido a más no poder y acurrucadito en uno de los sillones del lugar, me
dormí y soñé con arenas doradas, playas desiertas y les juro que vi a Enriqueta
con una tanga despampanante y no con ropa de nieve.
Me
despertaron mis nietos que estaban tan aburridos como yo. Es posible que a
ellos les faltara una cuota de smog y a mí esa cuota de libertad que respiro en
Santiago. ¿Qué hacer para entretener a estos cabros de mierda mientras los
papas duermen o quién sabe lo que hacen?
-
¿Jugamos naipes? ¿Quién sabe jugar carioca?
-
Pucha tata que soi fome, -dice el pendex de once años. - ¿Dominó?, ¿Brisca?
- ¡No po tata!,-respondieron.
- ¿Qué tal unas hamburguesas con un cerro de papas fritas, ketchup y mostaza?
A los niños también se les conquista por el estómago. Con tal que me dejaran
tranquilo, le pedí a Enriqueta porciones dobles de papas fritas y hamburguesas
para los guachos. -¿Son tuyos?, preguntó intrigada la moza a lo cual respondí
que eran mis nietos. Ella puso cara de ternura y se apresuró con el pedido. La
idea era que los papás, que reniegan de las frituras, no supieran la fechoría
que harían sus hijos.
A
la hora de la cena por fin pude endosarle los pendex a sus papis. Como
recompensa, pidieron una botella de cabernet sauvignon vino tinto ya que ellos
no beben. Los chicos, luego del atracón que se dieron con papas fritas, miraron
con asco las entradas y las pastas que venían luego. Aun no llevaba un día en
la nieve pero ya no la soportaba.
Los
chicos fastidiados, yo ídem. Los únicos que se entretenían eran los papás.
Candy, la nieta menor me guiña un ojo, se agarra la cabeza y dice: ¡má, me
duele mucho la cabeza! Y plaf, se desmaya. Los mozos rápidamente llamaron al
doctor que de bien poco sirvió ya que era un viejo traumatólogo -y no pediatra-,
y le aconsejo a los papas llevarla de regreso a Santiago la mañana siguiente.
“Es posible que la presión le haya jugado una mala pasada”, comentó el
matasanos.
Ustedes
sigan cenando, les dije a los papis. ¡Yo llevo a los niños a la habitación!
Enriqueta me ayudó con la enfermita y yo partí detrás con el parcito de
hermanos mayores que no paraban de reírse. Cuando estaba instalada sobra la
cama, Candy despertó y preguntó ¿A qué hora nos vamos mañana?
Los
tipos del hotel querían cobrar los cinco días, pero como el viaje de retorno
fue con indicación médica, sólo cobraron uno… y el cerro de papas fritas con
hamburguesas que comieron los niños. ¡Este vale no es mío!, comentó el papá
mientras su cabeza se iba poniendo colorada. -Es tuyo, le dije, -fue para
entretener a los niños.
- ¿Le diste papas fritas a mis hijos?
- Sí, con hamburguesas - ¡Por eso se enfermó Candy! ¡Ella no está acostumbrada a las frituras!
No
me dirigieron la palabra en todo el camino de regreso. Yo, atrás en la 4 x 4
pensaba que nunca más volvería a la nieve. Candy me toma la mano y media
mareada por las curvas del camino me dice: - Gracias tata. Nosotros te
queremos.
Tiene
8 añitos y ya maneja a su mamá y papá con el dedo índice. Se apretujó y me dio
un beso bien mojado en la mejilla y me dice que vaya a verla más seguido.
Era
pasado mediodía cuando ya estaba en casa y feliz. Hasta mi gato chino comenzó a
mover su manito más rápido. Me cambié de ropa y boté por el incinerador los
pantalones de cotelé y mi sweater de lana sintética. Busqué mi mejor percha y
me las endilgué al Normandie. Saludé a Jorge Cordero, el amo del boliche y de
sopetón llega una morocha con minifalda y unas piernas infartantes a tomarme el
pedido: era la nueva moza del lugar. Como siempre se aprende algo -y ese algo
lo aprendí en la nieve-, la miro y le pregunto:
-
Where are you from, darling?
Exequiel Quintanilla