martes, 15 de octubre de 2019

VIVENCIAS



LOCOS Y MÁS LOCOS

Mi primer contacto con los principescos locos, cuyo horrible nombre científico es Concholepas concholepas, (“principescos” les llamo ya tienen su sangre azul gracias a una proteína llamada hemocianina), fue en casa de unos tíos –veteranos otrora-, los cuales en un gesto de gran amistad hacia mis padres, me invitaron a almorzar y como entrada sirvieron dos gigantescos ejemplares los cuales –un poco duros- tuve que prácticamente tragarlos ya que mis conocimientos acerca de este molusco sólo alcanzaba a visualizar sus grandes conchas cumpliendo su papel de ceniceros en los típicos restaurantes de mi zona de origen, conchas que se colocaban sobre floridos manteles de hule, junto a una alcuza que siempre tenía un aceite algo rancio, sal húmeda que tapaba los orificios del frasquito, vinagre de vino tinto y un plato con un maravilloso pebre de ají. Mi pueblo, por así decirlo- no era muy amigo de los frutos del mar, los cuales sólo descubrí ya en mis años mozos, época en que no sólo aprendí a comer mariscos, sino que supe de los malos resultados del consumo excesivo de cerveza, las delicias de un vaso de vino tinto – sin cepa ni año de cosecha- y la fama de la familiar piscola.

Esos dos primeros locos que comí en Iloca se convirtieron con los años en varios cientos de moluscos que devoré durante décadas. Lo que, si me percataba, eran cada día más pequeños y que la prensa, lejana para mí en aquella época, comenzó a denominarlo “recurso loco”, cuyos “dealers” eran tan buscados como los actuales traficantes de drogas duras… y algunas blandas.

Me acordé de esta juvenil historia gracias a la invitación que recibí de unos amigos para pasar unos días en Coquimbo, el puerto pirata de la Cuarta Región, lugar donde me arrebaté viendo, mirando, comprando y comiendo todo lo que el mar de la zona puede entregar a sus habitantes y turistas.

Ya me había percatado que en todos los puestos del terminal pesquero de esa ciudad los vendedores de pescados y mariscos se acercaban sigilosamente para decirme casi al oído: “tengo locos patroncito”, frase que prácticamente escuché en casi todos los locales donde paraba para admirar las jaibas, pejerreyes, corvinas, albacoras y decenas de pescados y mariscos fresquísimos y baratos. Ahí comenzó mi dilema. Los locos están en extinción… si yo los compro ayudaré a su desaparición… pero si yo no los compro otro lo hará… todos los ofrecen así que debe haber existencia… y entre el angelito blanco y bueno que me decía “no compres” y el diablillo rojo y malo que decía “están grandes y blandísimos” y luego de mucho meditar y queriendo sentir esos aromas y sabores de ese paseo a Iloca, ganó 12 a cero el diablillo y encargué (ya que estos moluscos se encargan) una docena de pecados que estarían listos, apaleados y dispuestos para mí al día siguiente.

Del “dealer” no daré más pistas, lo único que puedo decir que cada uno de los locos que llevé a casa de mis anfitriones eran de un muy buen tamaño… no como los de frasco o los de lata (que parecen dedales) que uno puede encontrar por ahí y que algunos convierten en “chupe” para no reírse ni criticar su calibre. Estos estaban grandes y después de su cocción quedaron igualmente grandes, por tanto, no estaban inflados, como suele suceder en algunos casos cuando el dealer no es de confiar. Luego de lavarlos cuidadosamente, a la olla a presión, con la suficiente cantidad de agua para guardar un caldo que luego contaré su destino. Un mondadientes de madera para ir revisando su blandura y una cuchara de palo para moverlos y dejarlos en su caldo para que se enfríen o entibien, es la única receta existente para estos bichos… luego, tibios a la mesa, tres ejemplares por comensal, con mayo /ajo hecho en casa (otro pecado que solo se puede cometer en el propio hogar) y un par de copas (a bien decir tres copas) de un sauvignon blanc de Amayna –del año-, para exclamar con certeza “esto es un bocado de cardenales”.

El caldo sirvió el día siguiente para que el dueño de casa se luciera con un risotto de locos, elaborado con los saldos de los locos (esta vez trozados) y un arroz cocinado lentamente con varias tazas de caldo de estos moluscos (según su receta –y se la creo- tres tazas de caldo por una de arroz). Imperdible.

Lo único desagradable de un viaje es el regreso, pero cuando escribo estos condumios y me recuerdo del “recurso loco”, prefiero no mirarme al espejo para ver mi sonrisa de alegría y satisfacción por haber aceptado a mis grandes amigos hacer un tour gastronómico en la ciudad de los piratas.