LA MARATÓN DE DON EXE
¿“La” Maratón o “él” maratón? Elemental, mi querido Watson, es lo mismo. (Elementary, my dear Watson). Las dudas se las dejo a los catedráticos del idioma ya que para este veterano las maratones son diferentes. La mía, por ejemplo, no partió en la Plaza de la Ciudadanía el domingo pasado ni andaba de polera blanca, ni azul, ni roja. Una camisa sin corbata y una chaqueta de lino para mi propia carrera. Una que comenzó a las 12 del día, el sábado, y finalizó tarde de la noche del domingo.
Pasito a pasito (y no corriendo como desaforados), comenzamos a recorrer los 42.125 metros que cubrieron el trazado que nos habíamos propuesto con Mathy. No marcaríamos plusmarca alguna ya que nos demoramos cerca de 36 horas en hacer el trayecto, pero lo comido y lo bailado, nadie nos lo quitaría.
Partimos hidratándonos con una cerveza. Según el gurú Pascual Ibáñez, es una de las bebidas más sanas que existe en el planeta: agua, lúpulo y cebada. Nada más. La partida fue en Starnberg de Alonso de Córdova. Apoyamos la cerveza con un crudito (mitad y mitad), para espantar el hambre que teníamos a mediodía ya que luego nos esperaría el almuerzo. Rico crudo. Lo pedimos con pumpernickel, ese pan negro que tan bien saben hacer los alemanes y con crema ácida. Algo reacios cumplieron nuestras solicitudes. Pero, ¡qué va!, si los clientes éramos nosotros.
Estábamos recién en el kilómetro cero de nuestra maratón y definitivamente se terminó primero la cerveza antes que el crudo, así que nos fuimos por la segunda. No vaya a ser cosa que nos de sed en el camino, le comenté a Mathy. Ella, riendo y de buen genio, ni chistó cuando llegó la segunda botella a la mesa.
Era temprano aun cuando salimos del local. Ella me pidió un tiempo para ver algunas “cositas” en Alonso de Córdova. ¿Con qué ropa?, le pregunté.
- Es solamente para sacar ideas, guacho. Después voy al Apumanque y compro algo parecido. Caminamos, bajando las cervezas y el crudito y ella miraba vitrinas. Yo me soslayaba con las mamitas que a esa hora paseaban por esa avenida cuica. Todas rubias. Todas ricas. ¿Sería por eso que el periodista mexicano dijo después del terremoto que existían dos Chile? Parece que si, ya que estos ejemplares no se ven en la plaza Ñuñoa. Allá son más oscuritas… por así decirlo.
Pasadas las dos de la tarde partimos a nuestro almuerzo, al verdadero. ¿Dónde, dirán ustedes? Bueno, como había que recorrer kilómetros nos dio la idea de ir a La Tasca de Altamar, ese ambigú que queda en las cercanías de Las Condes con Manquehue. Antes era fácil decir que estaba frente al cine Las Condes, pero hoy, sin cine dada la demanda de departamentos, es difícil orientar a los que no conocen el lugar. Llegamos y estaba casi lleno. Nos dieron eso sí una mesa en el segundo piso del bodegón y una gentil camarera nos pasa una larga comanda para que nosotros eligiéramos lo que deseáramos. Íbamos con un dato fijo: el caldillo de congrio. Para muchos expertos, el mejor de la ciudad. Dos sours para partir y un carpaccio de salmón para compartir. Sendos caldillos de congrio para continuar y una jarrita de vino blanco de la casa para empujar. Todo rico (hasta el pan de molde tostadito y crujiente) y ni hablar del caldillo de congrio. Algún día, si me encuentro con Carlos Reyes, el muchacho de la Wain, le diré que su apreciación era más que correcta.
Salimos igual que los corredores cuando ya llevan 17 kilómetros en el cuerpo. Exhaustos. Mathy me invitó a un tutito en su departamento (Ojo, me dijo… un tutito no más, eh), el que acepté gustoso. Dormí como un príncipe y desperté con la boca seca. ¿Sería el congrio o el blanquito? Una rápida ducha para despertar bien y seguir la maratón fue mi propuesta.
Seguiríamos recorriendo kilómetros. Mathy quería sushi, yo, carne. Y aunque no lo crean terminamos en un bendito local que vende comida para náufragos, como dice tan jocosamente un amigo. Un boliche de cadena que ni siquiera tiene cerveza para pasar los grandes trozos de arroz con vinagre. – Están ricos los rolls, me comenta. ¿Quieres uno?
Probé una porción y no me agradó. La deje que comiera y luego la pasaría a dejar a su depto para yo irme al mío y tener la posibilidad de pasar por Las Lanzas por un chacarero con harto ají verde y un par de cervezas. Dicho y hecho. Así se dieron las cosas.
El domingo seguiría nuestra maratón. Ya llevábamos la mitad recorrida y a decir verdad poca hambre tenía. Pero como lo que se comienza hay que terminarlo, partimos el día con un Bloody Mary preparado por mis manitas. Ese preparado con jugo de tomates Malloa, salsa Worcester (verdadera), tabasco (id), buen y generoso vodka, sal, pimienta, limón y la correspondiente ramita de apio. – Esto está como para revivir muertos, me dice Mathy con una malicia que se le notaba en sus ojos. ¿Te quedó un refill en la jarrita?
Desgraciadamente había que terminar la prueba así que partimos - esta vez con ella a contrapelo- a almorzar. Para mal de males, almuerzo familiar de esos con hartas papas mayo y ensalada chilena. En la parrilla, vienesas (para los pendex), longanizas parrilleras, patas de pollo, asado carnicero y vino de a luca. Mamás (todas parientes) amamantando, un ejército de pendejos disfrazados de hombre araña y un maldito sol de abril que si bien no se presta para usar la piscina, quema como los diablos. Mi aporte, un par de buenas botellas de vino, nunca aparecieron en la mesa familiar, así que nos vimos en la obligación de regresar a los tiempos de apreturas y conformarnos con un trozo casi chamuscado de asado, una longaniza carbonizada y casi fría, un restito de papas mayo y el buen tinto Santa Tetra. Definitivamente uno no escoge la familia.
Como en toda casa que se precie de ser un hogar, los hombres partimos a ver fútbol y las mujeres se quedaron conversando de sus hijos, de los nietos, de las nanas que ya no trabajan los domingos y del psicopedagogo. Como pudimos arrancamos como a las seis de la tarde y realmente estábamos reventados. Tanto que le ofrecí a Mathy terminar nuestra maratón en mi departamento. Le propuse cocinarle y beber una buena copa. Ella, recordando el Bloody Mary del aperitivo, no dudó en aceptar. Ya en casa, y con los 42.125 metros de nuestra propia maratón cumplida, al buen resguardo de un pinot noir Sol de Sol, una botella casi de colección y apretujados en el sillón del living, nos quedamos dormidos.
Definitivamente ya no estamos para maratones.
Exequiel Quintanilla
¿“La” Maratón o “él” maratón? Elemental, mi querido Watson, es lo mismo. (Elementary, my dear Watson). Las dudas se las dejo a los catedráticos del idioma ya que para este veterano las maratones son diferentes. La mía, por ejemplo, no partió en la Plaza de la Ciudadanía el domingo pasado ni andaba de polera blanca, ni azul, ni roja. Una camisa sin corbata y una chaqueta de lino para mi propia carrera. Una que comenzó a las 12 del día, el sábado, y finalizó tarde de la noche del domingo.
Pasito a pasito (y no corriendo como desaforados), comenzamos a recorrer los 42.125 metros que cubrieron el trazado que nos habíamos propuesto con Mathy. No marcaríamos plusmarca alguna ya que nos demoramos cerca de 36 horas en hacer el trayecto, pero lo comido y lo bailado, nadie nos lo quitaría.
Partimos hidratándonos con una cerveza. Según el gurú Pascual Ibáñez, es una de las bebidas más sanas que existe en el planeta: agua, lúpulo y cebada. Nada más. La partida fue en Starnberg de Alonso de Córdova. Apoyamos la cerveza con un crudito (mitad y mitad), para espantar el hambre que teníamos a mediodía ya que luego nos esperaría el almuerzo. Rico crudo. Lo pedimos con pumpernickel, ese pan negro que tan bien saben hacer los alemanes y con crema ácida. Algo reacios cumplieron nuestras solicitudes. Pero, ¡qué va!, si los clientes éramos nosotros.
Estábamos recién en el kilómetro cero de nuestra maratón y definitivamente se terminó primero la cerveza antes que el crudo, así que nos fuimos por la segunda. No vaya a ser cosa que nos de sed en el camino, le comenté a Mathy. Ella, riendo y de buen genio, ni chistó cuando llegó la segunda botella a la mesa.
Era temprano aun cuando salimos del local. Ella me pidió un tiempo para ver algunas “cositas” en Alonso de Córdova. ¿Con qué ropa?, le pregunté.
- Es solamente para sacar ideas, guacho. Después voy al Apumanque y compro algo parecido. Caminamos, bajando las cervezas y el crudito y ella miraba vitrinas. Yo me soslayaba con las mamitas que a esa hora paseaban por esa avenida cuica. Todas rubias. Todas ricas. ¿Sería por eso que el periodista mexicano dijo después del terremoto que existían dos Chile? Parece que si, ya que estos ejemplares no se ven en la plaza Ñuñoa. Allá son más oscuritas… por así decirlo.
Pasadas las dos de la tarde partimos a nuestro almuerzo, al verdadero. ¿Dónde, dirán ustedes? Bueno, como había que recorrer kilómetros nos dio la idea de ir a La Tasca de Altamar, ese ambigú que queda en las cercanías de Las Condes con Manquehue. Antes era fácil decir que estaba frente al cine Las Condes, pero hoy, sin cine dada la demanda de departamentos, es difícil orientar a los que no conocen el lugar. Llegamos y estaba casi lleno. Nos dieron eso sí una mesa en el segundo piso del bodegón y una gentil camarera nos pasa una larga comanda para que nosotros eligiéramos lo que deseáramos. Íbamos con un dato fijo: el caldillo de congrio. Para muchos expertos, el mejor de la ciudad. Dos sours para partir y un carpaccio de salmón para compartir. Sendos caldillos de congrio para continuar y una jarrita de vino blanco de la casa para empujar. Todo rico (hasta el pan de molde tostadito y crujiente) y ni hablar del caldillo de congrio. Algún día, si me encuentro con Carlos Reyes, el muchacho de la Wain, le diré que su apreciación era más que correcta.
Salimos igual que los corredores cuando ya llevan 17 kilómetros en el cuerpo. Exhaustos. Mathy me invitó a un tutito en su departamento (Ojo, me dijo… un tutito no más, eh), el que acepté gustoso. Dormí como un príncipe y desperté con la boca seca. ¿Sería el congrio o el blanquito? Una rápida ducha para despertar bien y seguir la maratón fue mi propuesta.
Seguiríamos recorriendo kilómetros. Mathy quería sushi, yo, carne. Y aunque no lo crean terminamos en un bendito local que vende comida para náufragos, como dice tan jocosamente un amigo. Un boliche de cadena que ni siquiera tiene cerveza para pasar los grandes trozos de arroz con vinagre. – Están ricos los rolls, me comenta. ¿Quieres uno?
Probé una porción y no me agradó. La deje que comiera y luego la pasaría a dejar a su depto para yo irme al mío y tener la posibilidad de pasar por Las Lanzas por un chacarero con harto ají verde y un par de cervezas. Dicho y hecho. Así se dieron las cosas.
El domingo seguiría nuestra maratón. Ya llevábamos la mitad recorrida y a decir verdad poca hambre tenía. Pero como lo que se comienza hay que terminarlo, partimos el día con un Bloody Mary preparado por mis manitas. Ese preparado con jugo de tomates Malloa, salsa Worcester (verdadera), tabasco (id), buen y generoso vodka, sal, pimienta, limón y la correspondiente ramita de apio. – Esto está como para revivir muertos, me dice Mathy con una malicia que se le notaba en sus ojos. ¿Te quedó un refill en la jarrita?
Desgraciadamente había que terminar la prueba así que partimos - esta vez con ella a contrapelo- a almorzar. Para mal de males, almuerzo familiar de esos con hartas papas mayo y ensalada chilena. En la parrilla, vienesas (para los pendex), longanizas parrilleras, patas de pollo, asado carnicero y vino de a luca. Mamás (todas parientes) amamantando, un ejército de pendejos disfrazados de hombre araña y un maldito sol de abril que si bien no se presta para usar la piscina, quema como los diablos. Mi aporte, un par de buenas botellas de vino, nunca aparecieron en la mesa familiar, así que nos vimos en la obligación de regresar a los tiempos de apreturas y conformarnos con un trozo casi chamuscado de asado, una longaniza carbonizada y casi fría, un restito de papas mayo y el buen tinto Santa Tetra. Definitivamente uno no escoge la familia.
Como en toda casa que se precie de ser un hogar, los hombres partimos a ver fútbol y las mujeres se quedaron conversando de sus hijos, de los nietos, de las nanas que ya no trabajan los domingos y del psicopedagogo. Como pudimos arrancamos como a las seis de la tarde y realmente estábamos reventados. Tanto que le ofrecí a Mathy terminar nuestra maratón en mi departamento. Le propuse cocinarle y beber una buena copa. Ella, recordando el Bloody Mary del aperitivo, no dudó en aceptar. Ya en casa, y con los 42.125 metros de nuestra propia maratón cumplida, al buen resguardo de un pinot noir Sol de Sol, una botella casi de colección y apretujados en el sillón del living, nos quedamos dormidos.
Definitivamente ya no estamos para maratones.
Exequiel Quintanilla