miércoles, 25 de agosto de 2010

EL PIRATEO DE LA SEMANA

LA COCINA DE PRIMAVERA Y EL GRAN MAESTRO LEONARDO
(III y final)


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"Esto que se extiende sobre la mesa de mi señor Ludovico es un escándalo a mis ojos. Cada plato es de una confusión monstruosa. Todo es cantidad. Así es como comían los bárbaros. Más, ¿cómo convencerlo de que esto es así cuando desdeña mi plato de nobles brotes de col y tampoco encuentra en su mantel para mis ciruelas pasas con hermosas zanahorias? Porque hay más belleza en un solo brote de col, y más dignidad en una pequeña zanahoria, que en una docena de sus cuencos dorados llenos a rebosar de carne y huesos; hay más sutileza en una vieja ciruela y más alimento en dos judías verdes." (Escrito de Leonardo da Vinci recopilado en el Codex Romanoff y ubicado entre 1481 y 1499, época en que sirvió para Ludovico Sforza "El Moro", gobernador de Milán.)

Pues aquí me tienes maestro Leonardo, medio millar de años después y aun hay que seguir convenciendo a los ricos señores de que es más saludable y más bella una hortaliza bien preparada que un cuenco de carnaza chorreante de grasa.

Hoy día los acaudalados comerciantes ya no enjugan sus cuchillos en los vestidos de los vecinos de silla, ni vomitan en la mesa, pero por lo demás tampoco te creas que ha cambiado demasiado la cosa.

Tu sufriste casi la epilepsia cuando el cabestro del cardenal Albufiero de Ferrara, invitado de honor de tu señor Ludovico, se limpió sus hocicos con las delicadas hojas de lechuga de Bolonia que habías dispuesto en tu ensalada de caviar, pensando que se trataba de las nuevas servilletas que acababas de diseñar para evitar que los príncipes se limpiasen con los manteles.

Los señores actuales ya saben lo que son las servilletas, pero siguen sin saber si las hojas de "radicchio" son para comer o sólo un simple adorno.

Grandes maestros de la cocina española sufren agonías económicas mientras que otros llamados gastrónomos, cuyo verdadero oficio es el de despreciables mercaderes de comidas, nadan en la abundancia del oro ganado vendiendo marisco francés o turco. Es fácil poner tono de indignación recordando las injusticias históricas cometidas contra genios como tú Gran Maestro, como Van Gogh, o como Cervantes, pero es difícil ver que en nuestros días hay también personas de cuya obra presumirán los futuros españolitos cuando quizás ya no estén aquí para disfrutar de su merecido reconocimiento. Mientras tanto permíteme que humildemente te dedique este apartado de mi obra porque en la cocina de la primavera es donde mejor se puede ver reflejado la inquietud de tu espíritu, la limpieza de tus ideas y la belleza de tu pensamiento.

Para preparar un banquete de primavera no hay que rebuscar entre voluminosos tomos de enciclopedias coquinarias, hay que salir al campo en una mañana de sol y escuchar la explosión de la naturaleza, percibir la sinfonía de aromas que embriagan los sentidos y plasmar todas estas sensaciones en un plato como hacían con sus lienzos los genios de la pintura impresionista.

En primavera hay que cocinar con la ventana de la cocina abierta para contagiarse de la grandiosidad con que la Madre Naturaleza nos obsequia cada año y sentirse Manet o Renoir antes de empuñar una afilada puntilla con la que tallar esas remolachas que tú nos describías para el banquete de tu señor Ludovico. La cocina de primavera debe ser como la propia naturaleza, exultante, llena de aromas chocantes y a la vez armónicos, con mil colores de cuya combinación apenas hay que preocuparse porque todo es una fiesta. Pero este debe ser el resultado. El medio para conseguirlo debe ser meticuloso, ordenado y muy aséptico. Para que una verdura llegue a la mesa con toda la elegancia, frescura y perfume que la caracteriza en la huerta, esta debe ser mimada y respetada en cada fase de su preparación.

Los maestros franceses cuidan sus verduras hasta el punto de que en muchos casos disponen de huertos anexos a sus restaurantes porque consideran que un guisante debe ser cocinado antes de que pasen dos horas desde su recolección. Parece una exageración pero cuando se prueba un panaché de verduras preparado por chefs como Michel Guerard, Bernard Loiseau o el mítico Jöel Robuchon, se descubre que cualquier parecido con los guisantes de las guarniciones servidas con el solomillo en el banquete del primo Moncho, son una simple coincidencia histriónica, un escaso parecido morfológico, digamos que una simple casualidad plástica.

Y no hay que llegar a Eugenie les Bains, Saulieu o Paris, a mitad de viaje, en el mismo Camino de Santiago, antes de cruzar el Pirineo por Roncesvalles, en Navarra y en la Rioja, hay buenos ejemplos de como se puede convertir un plato de verdura en un manjar, incluso en un atractivo turístico como las menestras de Tafalla. Pero para eso hay que considerar cada hortaliza como a una delicada doncella que ha de ser perfumada y ataviada para su noche de bodas.

Esos rancheros que maltratan las tiernas cebolletas, las estilizadas zanahorias o las barrocas alcachofas, mezclándolas incluso impunemente con otras verduras congeladas o en conserva, con jamones rancios, con sopicaldos instantáneos, o cocinándolas con aceites inmundos, deberían ser privados de poder acceder a profanar toda belleza de la naturaleza, doncellas incluidas, para que así aprendan a disfrutar de lo que aun nos queda de hermoso en este mundo en que los monstruos de la sordidez invaden nuestra vida cotidiana.

En la cocina de la primavera hay que intentar llevar en volandas cada producto desde la huerta hasta el plato sin que la verdura se llegue a dar cuenta de que ha sido arrancada o cortada de su pie nutriente. No sirven neveras, ni refrigeradores, ni conservantes. Una hoja de lechuga, al sentir el vinagre del aderezo, debe pensar que se trata de una lluvia ácida, y cuando entra en la oscuridad de la boca del comensal, ha de creer que se trata de un cataclismo sísmico, así se estremecerá temerosa de su suerte y resultará excitantemente tersa y crujiente en las fauces del gourmet.

Si se llega a sentir muerta, tirada en una grasienta mesa de cocina pública, manchada una y otra vez de salpicaduras de salsas indecentes o manoseada por dedos groseros, cuando llegue a la mesa será un despojo, un pingajo vegetal, una vieja ramera del barrio chino que apenas si puede recordar sus días de lozanía siendo aún doncella, cuando fue por primera vez mancillada en una mullida huerta de Somió.

Los aliños deben también ser ligeros y frescos como el viento del "Nordés" que limpia los montes de bruma.

El temible vinagre debe aparecer solo como una sospecha en cada ensalada, como la pícara mirada de un diablillo que se esconde al ser descubierto; si su presencia se deja sentir contundentemente, será un presagio tan fatal como el de la Santa Compaña, significará el adiós irremisible a toda una promesa de vida.

Tampoco las especias deben sobresalir en esta cocina, los sabores de las verduras deben aportar a cada plato toda su potencia aromática y en muchos casos deben considerarse como una especia en sí dentro de la estructura organoléptica del plato diseñado.

Antes de dar paso al estudio de los productos de primavera, quiero terminar este pequeño apartado tal y como lo empecé, recordando aquellos magistrales consejos que tú, Maestro Leonardo, nos dabas a todos tus discípulos hace medio millar de años y que hoy siguen siendo tan validos como necesarios: "En primer lugar es necesaria una fuente de fuego constante. Además, una provisión constante de agua hirviente. Después un suelo que esté por siempre limpio. También aparatos para limpiar, moler, rebanar, pelar y cortar. Además, un ingenio para apartar de la cocina tufos y hedores y ennoblecerla así con un ambiente dulce y fragante. Y también música, pues los hombres trabajan mejor y más alegremente allí donde hay música. Y, por último, un ingenio para eliminar las ranas de los barriles de agua de beber.”