MERCADO PAULA
¡Menos mal que llovió!
- Te lo dije. Va a llover
Parece maldición. Cada vez que se realiza el Mercado Paula en Santiago, llueve. Llovió al año pasado y el antepasado. Por eso sus realizadores decidieron poner una fecha más cercana al verano. En vez de octubre en pleno noviembre. Y llovió.
- Por que no me trajiste ayer, Exe. ¡Mírame como estoy! Em-pa-pa-da…
Había planeado llevar a Mathy al Mercado Paula el domingo a mediodía. A ella le encanta la ocasión ya que se encuentra con sus compañeras de colegio y de la universidad acarreando nietos y bolsas con artículos de cocina que nunca van a ocupar y con diferentes salsas y menjunjes que nunca usarán. El Mercado Paula es la versión sin pavimentar del Parque Arauco y que sirve para mostrar los modelitos que se ocuparán durante el verano. Sin embargo, y luego de tres exitosos días, el cierre fue estrepitoso. Todos apurados para cerrar los puestos y veteranas corriendo para guarecerse de la lluvia.
- Me tinca Exe que haces pacto con el diablo para que yo lo pase mal.
- Nada que ver, preciosa, respondí. Esto es obra de la naturaleza, no mía.
Tuvimos la suerte de llegar antes del diluvio. El día amenazante no fue impedimento para que Mathy comprara quesos, chutney (¿sabrá lo que es y en qué se ocupa?), aceite de oliva y unas papas chips de diferentes colores. Claro. Ella compraba y yo cargaba. Cuando quiso comprar libros de cocina y unos zapallos italianos orgánicos, le paré el carro.
- Estas tres bolsas que cargo ¿no te son suficientes?
- Te ves de lo mas “mono” con ellas, me dice como si nada le importara. ¡Mira Exe qué barato están los libros!
Cerré la boca y miré al cielo. Oscuras nubes amenazaban mal tiempo. Oré en silencio. ¡Llueve, mierda, llueve! ¡Me importa un carajo Sumito y sus invitados! ¡Oh, Altísimo, quiero irme a casa!!!
Demás decir que compró un librito. Una pequeña enciclopedia de gastronomía italiana con apenas 1200 páginas y seis kilos de peso. –Estaba realmente barato Exe. –comentó-. Yo, cargado con todo me senté en una banca del Parque Araucano esperando que mis plegarias se hicieran realidad.
- ¿Estas cansado querido? ¿Qué tal si aprovechamos de almorzar acá? Por ahí veo unos corderitos a las brasas que me tincan buenos.
De improviso, una gota de agua golpeó mi pelada. Luego otra y después otra. ¡Estaba comenzando a llover!
Como nadie estaba preparado para una lluvia en pleno noviembre, quedó el desbande. Hasta el pobre cordero que estaba en las brasas le dio frió ya que se mojó y lo único que salía era un humo blanco del agua en contacto con el fuego. Algunos puestos, estoicos ellos, seguían abiertos tratando de entusiasmar a un público que empezaba a retirarse. Yo, con una sonrisa de oreja a oreja. Mathy, con una mueca de desagrado ya que no había visitado toda la feria.
No fue desastre aunque la bolsita donde guardaba el aceite de oliva se desfondó. Claro. Muchos andaban en auto pero nosotros lo hacíamos en taxi, y ustedes saben lo que pasa cuando llueve: por arte de magia los tocomochos desaparecen.
El vestido primaveral de Mathy parecía traje de baño de lana cuando llegamos a su departamento. Mis albos pantalones de lino estaban teñidos de un material arcilloso – gredoso y empapados de agua y barro.
- Y ahora, ¿Qué hacemos?, pregunta, aun con su pelo mojado.
- ¿Queso con chutney de pepinos?
- No te hagas el lindo, querido. Piensa algo mientras me voy a bañar y a secarme el pelo.
La linda fue ella que no me hizo caso cuando le dije que el domingo tendríamos lluvia. Pero no importa. Algún día aprenderá a hacerme caso. Abrí su refrigerador y estaba tan vacío como el mío. Cinco láminas de pan negro envasado que ya estaba poniéndose verde; un frasco de mayonesa, unos restos de alcaparras y tres huevos. Con eso, ni Carlos Meyer es capaz de hacer algo. Bueno, es un decir, ya que ese tipo es capaz es de hacer milagros.
Pedí pizza a domicilio. No es una gran cosa, pero la podríamos arreglar con los quesos que compramos en el Mercado Paula. Además, no estábamos preparados para una lluvia imprevista. Y, ¿qué más da? ¿Son malas las pizzas?
Cada uno con su bata de levantar y zapatillas de descanso hurtadas elegantemente de algunos hoteles almorzamos en el comedor del departamento de Mathy. Apple martini de apertitivo con licor de manzana Marie Brizard y vodka Absolut. Pizza a la piedra pedida a domicilio con peperoncino, queso del bueno y prosciutto acompañado de un buen Parcela 7 de von Siebenthal. Nada de postre acompañado con un ron Zacapa de 25 años. Afuera, llovía como en los mejores inviernos.
Tanta agua corría que me quedé donde Mathy. Además, mi ropa estaba sucia y mojada. Como somos una especie rara y tanto ella como yo optamos por dormir separados cuando las grandes emociones (o calenturas) no están de nuestro lado, dormí en el escritorio. Y como aquí está su computador, aprovecho a las cuatro de la mañana de escribir estas notas. Aun llueve. Esto está de nunca acabar. Hace frío ya que los astutos de la administración del edificio cortan –y con razón- la calefacción central. A lo lejos escuchos sus ronquidos. ¡Qué feliz me siento cuando ellas duermen!
Me quedó al debe el Mercado Paula. Mucha conserva, mucho queso, aceite de oliva y poca gastronomía. ¿Un poquito de reingeniería?
Volveré el próximo año a ver los cambios.
Aunque llueva
Exequiel Quintanilla