Mikel López Iturriaga
Los periodistas y blogueros gastronómicos somos criaturas afortunadas.
Los restaurantes nos invitan a ponernos como pepes en sus mesas por la patilla.
Las marcas nos envían deliciosos productos para que los probemos. A veces
incluso nos llevan de viaje a todo trapo. Una existencia plena y feliz que
llevaría a la máxima realización personal a cualquiera.
Lástima que a veces no sea todo tan bonito. Desde luego que es mejor que
estar en la mina o cesante, pero la vida del gastrocanapero también tiene sus
claroscuros. A veces, nuestra glotonería recibe su merecido castigo y el
destino nos depara algún peaje que pagar. No hablo sólo del aburrimiento
cósmico de las “comidas para prensa” convencionales, esos banquetes eternos en
los que te encuentras siempre con los mismos colegas de panzadas y en los que
los dueños del local te sueltan un rollo sobre las bondades de su cocina. Me
refiero a la más peligrosa de las invenciones de la gastronomía moderna: el
menú degustación.
Hace algunas semanas fui invitado a cenar en 41°, el restaurante del
ex-Bulli y hermano de Ferrán Albert Adrià. Entre platos y cócteles, allí te
sirven más de 40 cosas diferentes en una abrumadora sucesión que deja sin
aliento. Entramos allí a las ocho de la tarde y yo me fui a la una de la
madrugada. Tras cinco horas metido en el local, yo no sabía ni quién era, ni
cómo me llamaba, ni si sería capaz de ingerir un solo alimento más durante el
resto de mi vida.
Las creaciones de Adrià son simplemente soberbias: una demostración de
imaginación, virtuosismo y pirotecnia culinaria que yo no había visto jamás.
Analizados de forma individual, daría un 10 a un alto porcentaje de ellas. El
chef te lleva de viaje por España, y después a México, a Perú, a Japón o
incluso a Marte, porque hay entregas que no son de este mundo. Ahora bien,
¿disfruté la cena? Sí... pero no.
Los menús degustación me agotan. No se trata solo de la cantidad de
comida —que también—, sino de probar tantas cosas distintas. Con semejante
variedad de sabores, se me atiborra el alma, se me atiborra. Tampoco me
entusiasma no poder decidir yo qué quiero comer en función de mis apetencias. Y
sobre todo me carga sobremanera la imposibilidad de mantener una charla fluida
al ser interrumpido cada cinco minutos con nuevos platos y prolijas
explicaciones de los camareros. Soy un ignorante, lo sé, pero esa noche en el
41° sentí nostalgia de mis viejos amigos: entrada, fondo y postre.