LOCURAS EN EL ELQUI
Motivado
por la curiosidad de los años, decidí regresar a Pisco Elqui, un pueblito
enclavado en el valle del mismo nombre en la Cuarta Región. Me habían hablado
de su magnetismo y había idealizado un pueblo con pseudo monjes, runas,
hippies, meditación, días calurosos, noches estrelladas y cuarzo por doquier.
Hacía
tiempo que no hacía un periplo de esta naturaleza. El viejo y andropáusico Exe
visitando el gran valle de la espiritualidad nacional. Partí desde La Serena en
una Van donde a varios veteranos de la Tercera Edad se nos había prometido un
día de grandes experiencias en este lugar místico. Sin duda podía ser
entretenido, y a días de regreso a la capital, pensé que sería una buena idea
volver a esas tierras que conocí en mi agitada juventud.
Lógicamente
no estaba todo igual. El paisaje ha cambiado. De la sequedad de mis años mozos
a un verde intenso y una represa media seca que de verla da vértigo. Mi
compañera de viaje en la van era una flacuchenta casi de un metro ochenta que
parecía gringa pero era más chilena que las pantrucas. Soy diseñadora, me
contó. ¿Y usted?
No
sé. Pero como que me empelota y me emputece que una lola me trate de usted.
Igual cosa que cuando me dicen “tío”. Le conté que era un cronista de la vida y
que escribía artículos para algunas revistas de nicho (posiblemente pensó que
eran revistas de los cementerios). Poco captó mi lenguaje y entendí que nuestra
brecha generacional estaba a años luz de mis maquiavélicas y secretas
intenciones. La larguirucha parece que entendió mi desazón y comenzó a tutearme
así como me gusta. Linda ella. En el embalse Puclaro nos sacamos una selfie con
su IPhone. –Te la voy a mandar, dijo. Yo pensaba que este regalito que había
llegado del cielo me lo había enviado el Señor para regocijarme con ella y con el Valle del
Elqui.
Dormité
un tanto mientras íbamos camino a Pisco Elqui. Ese pueblito se llamaba antes La
Unión y fue la cuna de Gabriela Mistral. Visionariamente, Gabriel González
Videla, en aquel entonces diputado y luego presidente de la República,
consiguió -en1936- que el parlamento en pleno aprobara la moción de cambiarle
el nombre al pueblo por el de "Pisco Elqui" y así poder hacer uso del
concepto de la denominación de origen que favorecía al rubro del Pisco, a estas
alturas ya absolutamente consolidado. Un resquicio legal afortunado, por decir
lo menos.
Mi
linda diseñadora, de piernas larguísimas y de alta prestancia me despertó
llegando al pueblito. Sus casas, todas de un piso y como máximo de dos, le dan
un aire campestre al lugar. Sus calles, llenas de chicas y chicos (en todas sus
variantes: pelolais, raperos, punks, hipsters, pokemones –y sus cazadores-) y
una variada fauna urbana. No sé la razón, pero mi sombrero Panamá les causaba
risa. Varios vagaban con los ojos enrojecidos. Le pregunté a la flaca si era
por el smog. Ella rió y angelicalmente me respondió que posiblemente era por la
cantidad de cloro que le meten a las piscinas. “Deben andar con poca plata”, le
respondí, ya que los veo haciendo sus propios cigarrillos. “Sin duda” me
contestó, con una sonrisa entre labios que me llamó la atención.
Comenzó
ahí un peregrinaje por los alrededores del lugar para buscar algo de sombra y
empezar nuestro ágape. La flaca, celular en mano, no se cansaba de tomar fotos
de los atractivos del lugar. A decir verdad, el pueblito es tan chico que
bastan diez minutos para regresar al punto inicial del recorrido. También ella
se comenzó a aburrir y se atrevió a preguntarme si me gustaría beber una
cerveza. Mi gaznate bramaba por algo líquido a esas alturas de la tarde.
Mientras el chofer de la van pugnaba por conseguir pases para el tour que
realiza Pisco Mistral en sus instalaciones ubicadas en plena plaza de Pisco
Elqui, la flaquita y yo cruzamos la calle y nos bebimos una cerveza -única,
grande y nuestra- (es lo que hay, nos contó el mozo), directo de la botella y
en cosa de segundos.
Satisfecha
la sed, llegó el hambre. Y como dice el refrán “donde fueres haz lo que
vieres”, me vi en la obligación de comer un hotdog. Esos parecidos a los de las
estaciones de servicio. Pan frío, una vienesa blandengue y chucrut de tarro,
mayonesa de bolsa, ketchup de bidón plástico y una poco fiable mostaza. Lo acompañamos
con una segunda chela, ya que ese día y a esa hora mis refinamientos culinarios
se fueron al carajo. Escondimos las cervezas en unas bolsas de papel kraft y
partimos a comer nuestro banquete a la plaza del pueblo, el único lugar con
sombra que logramos encontrar. Así me vi, sentado en el pasto de la plaza,
dándole una mordida al hot dog y bebiendo un sorbo de cerveza y así
sucesivamente hasta terminar con el suplicio. Lía (así se llama mi flacuchenta
amiga), busca algo en su cartera y preguntándome si quería fumar comienza a
hacerse un cigarro con un tabaco medio extraño.
-
¿Tabaco de pipa?
- No Exe. Es una mezcla orgánica. ¿Quieres uno?
Lamenté
no haber llevado mis adorados Partagás que acostumbro fumar después de las
apetitosas cenas y me conformé con un humilde Marlboro que guardaba en mi saco.
Lía tosió cuando el humo de su apestoso cigarro llegó a sus pulmones. Lo
aspiraba como si fuera el último de su vida. Yo, lentamente fui fumando mi
puchito mientras recogía la basura que habíamos dejado y buscaba un basurero
para no dejar sucio el lugar. Frente a mi vista y a un costado de la tenencia
de carabineros encontré un depósito de basura. Partí para allá y estaba cerrado
con llave. Cierto. Primera vez en mi vida que veo un basurero con una gran
cadena que imposibilita botar la basura. ¿Eso será lo que llaman turismo verde?
Tras
dejar encima del basurero la bolsa con los desperdicios, regrese donde Lía. La
noté algo extraña y con una sonrisa que emanaba paz.
-
¿Eres casado?
-
A decir verdad soy viudo, le comenté, pero estoy casi comprometido nuevamente.- Y la suertuda ¿cómo se llama?
- Sofía.
- ¡Qué lástima!
- ¿Por?
- Me caíste muy bien, dijo mientras posaba una mano sobre la mía y me daba un beso bien cuneteado.
- Pucha que lata -le comenté refrenando mis impulsos-, llegué treinta años tarde a esta cita con el destino.
- Cierto Exe. ¡Pero aun tiras tus petardos!, gritó mientras se paraba para acercarse al grupo que salía en esos momentos del tour por la pisquera, cada uno de los veteranos con una bolsita y un folleto en las manos.
Me
quedé dos minutos sentado en el pasto reflexionando y saboreando la
conversación. Me di cuenta entonces que ella estaba tan volada como los tipos
de ojos rojos que divisé al llegar al pueblo y no pude dejar de sonreír. Me
sentí rejuvenecido y renovado. Quizá por ello me gusta juntarme con jóvenes. A
uno lo motivan, lo mantienen ágil y con la mente despierta. Mal que mal, los
años se llevan en el alma.
Regresé
del valle del Elqui con una runa colgando en mi pecho. Lía llevaba otra. Las
compramos en una de las tantas ferias de artesanía que hay en la zona. El
compromiso fue usarla hasta que el fino cordelito que sostiene la runa se
rompa. Allí se apagará la ilusión. Mi quimera primaveral en la capital de los
ojos rojos.
Desperté
sobresaltado. Me había quedado dormido en el sillón viendo la Parada Militar. Busqué
en mi pecho la runa que habíamos comprado con Lía en el norte y me percaté que
todo había sido un sueño. ¡Pero qué sueño!... El valle, la flaca, el hot dog,
el pito y la runa sólo estaban en mi afiebrada mente. A mi edad las locuras están
en el subconsciente… pero algo es algo.
Exequiel Quintanilla