martes, 1 de noviembre de 2016

EL REGRESO DE DON EXE


 
PARRA Y CAÑAS
Dos amigos inseparables
Aunque parezca cuento -y no lo es-, érase una vez un par de mocosos que se conocieron en una escuelita rural. Parra era hijo de los dueños del fundo donde el papá de Cañas era inquilino. Como tenían la misma edad y en el campo existía sólo una escuela, se criaron juntos. Parra terminó sus estudios y convirtió en abogado. A Cañas sólo le alcanzó para la educación básica.

Parra es un gourmet. Cañas, come lo que puede. Pero la amistad de la infancia nunca la perdieron. Parra lo ha sacado un par de veces de la cárcel ya sea por injurias a la autoridad o por quedarse dormido en la plaza del pueblo.

Como en todos los relatos urbanos que se conocen, Cañas se vino a vivir a Santiago y se acomodó en una pensión en las cercanías de la Estación Mapocho. O sea, conoce todo el sub mundo. Parra vive en Chicureo, tiene una familia exitosa y es un abogado de prestigio.

Aun así, con sus diferencias sociales, se juntan una vez al mes en algún boliche. Parra lo lleva a grandes restaurantes y beben buenos vinos, enseñándole las diferencias entre un reserva, un blend o un ícono; le explica de los vinos boutique y las nuevas tendencias naturales. Cañas lo invita a picadas, generalmente cerca del mercado, donde deben beber en tazas de té, ya que son merenderos sin patente de alcoholes. Parra trata de enseñarle a Cañas los grandes sabores como los pinot noir costeros, los dulces late harvest, los balsámicos sauvignon del Maipo y los casi olvidados carignan de sus propias tierras sureñas. Cañas hace lo mismo, pero con los pipeños de Franklin o los litriados en caja de venta masiva.

¿Ustedes piensan que mi amigo es Parra? ¡No señores! Mi amigo es Cañas. Lo conocí en una casa de remolienda de mi pueblo una noche de juerga. Todos sabemos que en los pueblos pequeños las fiestas terminan donde las señoritas tratan de tú. Dos desconocidos me querían golpear ya que según ellos les había robado a su mina, en esos entonces la reina de Chanco. Cañas (o Cañitas), sin conocerme, salió en mi defensa y se enfrentó a ellos con un cuchillo carnicero. Desde ese día somos amigos. No nos vemos casi nunca, pero cuando nos juntamos, tiemblan las quintas de recreo y los bares populares.

La semana pasada me encontré con él. Estaba pasando un momento difícil ya que le había agarrado ciertas partes a una garzona de uno de los boliches del Mercado Tirso de Molina y ella había llamado a carabineros. Por casualidad pasé por ahí y me lo encontré discutiendo con la guapa y Juanito, el dueño del lugar.

- ¿Cañitas…, qué haces por aquí?
- ¡Exe, que gusto verte!
- ¿Y este escándalo?
- ¡La cholita dice que le agarre el culo!
- ¿Y lo hiciste?

Se persignó y me juró que no. - ¡Van a llegar los pacos!, ¿Tení celular pa’ llamar al Parra?
- ¿Quién es Parra?
- ¡Mi abogado pues!

Llamamos al tal Parra y no contestó. En eso estábamos cuando llega un radiopatrullas y se bajan dos carabineros al mando de un teniente con cara de recién egresado de la Escuela.

La morocha reclamaba que Cañitas te había agarrado el culo a dos manos. Cañitas retrucaba diciendo que él sólo comía y que de día era impotente. Juanito Mancilla (el Ollas en cuestión) trataba de calmar a su público y los uniformados estaban atentos a las instrucciones de su teniente. Me acerqué a la afectada y le pedí que lo dejara a mi cargo (previa propina de diez lucas). ¡Es un huaso de mierda!, le comenté, pero buena persona.

El uniformado, con más grado que edad, miró a don Juanito y a la morocha y les dijo que no podía meterlo preso por suposiciones y que yo me haría cargo del problema.

-Mire caballero. Lléveselo de aquí y no vuelvan -al menos juntos- por estos lados. Y pórtense bien.

Cuento corto, me llevé a Cañitas al departamento. ¡Buen trasero tenía la guacha esa!, comentó, y de ahí en adelante todo fue jolgorio. Estando en casa abrimos tres botellas de la misma etiqueta pero de añadas diferentes, con la finalidad de enseñarle cómo se hacen las verticales. Al rato, con varias copas en el cuerpo ya que no usábamos escupitera, recibí una llamada: - Soy Hermógenes Parra y tengo una llamada perdida de este celular. Le pasé el teléfono a Cañitas y él le explico lo acontecido.

- ¡Eres un degenerado!, escuché de repente.
- ¡No es mi culpa, hermanito!, son mis manos las que no me responden. ¿Nos vemos en la noche? Quiero presentarte a Exe, un buen amigo.
- ¿En alguno de tus tugurios?
- De todas maneras po’ Parra, ¿o querí que te invite al Baco?

Así conocí a Parra. Lo más genial es que Parra no deja a Cañas nunca. Son diferentes, pero como hermanos. Cada uno en su estilo y con su forma de ser. Personalmente me gustaría tener la plata de Parra y el desparpajo de Cañas. A pesar de sus grandes desigualdades, en ellos impera la amistad. Uno bebe vinos carísimos y a veces fuma habanos; el otro le hace al tetra, a la botella de litro y medio (cuando tiene plata) y con suerte fuma Belmont, pero se quieren y respetan. Aun así, hay algo que los une: son lachos por naturaleza. Y San Pablo abajo, en un cabaret de mala muerte, bebiendo tres tiritones y bailando con unas musas piernudas y fragantes gracias a los aromas dulces del pachulí, termino estos recuerdos que me tuvieron casi un día en coma etílico.

Es absolutamente cierto que el mejor vino no es necesariamente el más caro, sino el que se comparte

Exequiel Quintanilla