BALTAZAR
“En el país de los ciegos
el tuerto es chef”
…
decía Carlos Monge, dueño de este emblemático restaurante de los años 80.
Conocido por su fascinación por la buena mesa, su talento innato y sus muchas
experiencias vividas en sus múltiples viajes por el mundo, fue un personaje
importantísimo de la gastronomía local, precursor en usar ingredientes y
recetas orientales, especias exóticas, nuevas técnicas de cocina –como la
fusión– y las más novedosas presentaciones. “El gordo era goloso y tuvo siempre
interés por la cocina, lo que le ocasionaba serios conflictos con su padre, que
era riguroso en cuanto a la educación de sus hijos y se oponía a que los
hombres entraran a ella. Laura, la nana de Carlos, lo mimó siempre y le hacía
llegar comida a pesar de que estuviera castigado. En una ocasión, su padre y yo
estábamos fuera de Santiago, la nana estaba enferma y Carlos organizó a sus
hermanos en la cocina. Cuando volvimos a la casa, había producido una comida
completa”, cuenta su mamá, doña Josefa Sánchez.
Con
sólo 26 años y luego de una larga estadía en Holanda, volvió a Chile para
quedarse y abrió Baltazar. Lo llamó así en honor a su mismo nombre, ya que se
llamaba Carlos Baltazar.

Ubicado
en El Bosque, un barrio absolutamente residencial en esa época, fue el primer restaurante
de la cuadra y estaba decorado completamente diferente a todo lo visto hasta
ese minuto. Carlos, además de ser muy buen cocinero tenía muy buen gusto, un
sentido de la luz y el color heredado de su papá, el mueblista Luis Monge. Y el
Baltazar fue el primer lugar realmente bien decorado de Santiago, rústico,
contrastado, con el look de una taberna pero con detalles elegantes. Estaba
lleno de lámparas, objetos curiosos, un gran barco, una máquina cervecera,
sillas de paja con respaldo tapizado y mesas de madera diseñadas por su papá y
una reproducción del infante Baltazar Carlos de Velázquez muy cerca del mesón
de platos fríos, que también era toda una novedad. El mismo Carlos dibujó el
logotipo para la papelería y los avisos publicitarios, y su mamá era la
encargada de hacer los exquisitos postres y también los delantales de los
mozos, que eran todos universitarios y trabajaban part time. Los cubiertos se
ponían sobre unos chanchitos tallados y mientras se esperaban los platos se
servía un pan casero con mantequilla aliñada con dill y un sofisticado paté que
podía ser de venado, oca, liebre, jabalí o pollo.
Con
un menú fijo que cambiaba todos los días y una gran variedad de ensaladas, se
podía elegir entre dos sopas y cuatro alternativas de platos que combinaban
ingredientes y estilos de diferentes países, pero inclinado a lo oriental.
Carlos impuso el curry en Chile y entre las recetas más famosas estaba la crema
de espinacas picante con queso, carne a la griega, curry de la India,
chanchitos indonesios o conejos florentinos. “No es que queramos ser distintos…
¡Somos diferentes!”, decía él mismo sobre Baltazar.
La
crítica gastronómica Soledad Martínez llegó un día a almorzar con su marido y
quedó fascinada. “De inmediato supimos que estábamos en un lugar excepcional.
Era un sistema original, inédito en Chile en que hasta entonces todo era a la
carta y de poca variedad. Aquí había una sopa del día, un espectacular buffet
de entradas, platos de fondo y excelentes postres a elección, todo por un
precio fijo. Una verdadera revolución, con una cocina que mezclaba especias de
Oriente con las enseñanzas macrobióticas, y que además volvía a poner en valor
los ingredientes chilenos como chaguales, piñones y cochayuyo. ¡Era
fantástico!”. A los pocos días publicó su experiencia en el diario El Mercurio
y con ello el Baltazar comenzó a repletarse día y noche, transformándose en el
lugar obligado de los santiaguinos. Tenía mucha onda, era entretenido, con
buena música, iluminación, comida exquisita, un restaurante como no hay ahora.
Sin
embargo luego de no poder lidiar con los permisos y las obligaciones de la
municipalidad, en 1985 decidió trasladarse a una antigua casona en Las Condes,
muy cerca de Estoril. Y al poco tiempo vendió su parte, comenzó otros negocios
hasta que se instaló en Zapallar tiempo completo.
Ganador
de innumerables premios –como cuatro medallas de oro, seis de plata y cuatro de
bronce, tres medallas a la creatividad y otras tres a la presentación en siete
concursos anuales organizados por Achiga–, este genio gastronómico murió el 19
de enero de 2001, rodeado de amigos y familiares, y fue enterrado en Zapallar.
(Crédito textos y fotos: revista ED)