PETRUS, ADRIÀ Y ROBUCHON
Si
Petrus es, por así decirlo, el mejor vino que se elabora en el mundo y no lo he
probado, ¿puedo alabarlo y ponerlo en primer lugar de mis preferencias?
Si
Adrià es, por así decirlo, el mejor cocinero español y yo no he degustado
ninguno de sus platos, ¿puedo alabarlo y ponerlo en el primer lugar de mis
preferencias?
Dos
íconos y dos incógnitas. El mejor vino del mundo y el mejor chef, que sólo son
asequibles para algunos que fueron capaces de convertirlos en leyenda.
He
estado cerca de ellos: de una botella de Petrus guardada en un mostrador en El
Mundo del Vino y de Ferrán Adrià, cuando vino a Santiago a comer bazofia en el
Centro Vasco. Aparte de ello, nada.
¿Puedo
decir, entonces, que mis grandes referentes enogastronómicos son estos
ejemplos? Decididamente no.
Y
eso me pasa con los chefs y vinos foráneos. Sabemos de ellos por la prensa y
pocas veces por la propia experimentación. Los alabamos por su presencia
mediática y no por haber experimentado el gozo de beber una copa o comer alguno
de sus platos.
¿Son
un dogma de fe?
Escribo
esta columna a días del lamentable deceso de Joel Robuchon.
Posiblemente uno de los grandes cocineros franceses de esta era. Varios chefs y
cocineros chilenos aprendieron algo de su propuesta y siguen algunos de sus
principios en nuestro país. ¿Ídolo? Quizá para los que tuvieron la oportunidad
de conocer sus ideas y aprovechar sus conocimientos. ¿El resto? Sólo un
problema de imagen.
Chile
es significativamente más pobre gastronómicamente hablando. Recién nos estamos
abriendo al mundo y aparte de algunos chefs extranjeros con poco renombre y un
par de embajadas gastronómicas, las visitas de grandes pop-chefs-stars (aparte
del genial Acurio), están lejos de contaminarnos con sus genialidades.
Estamos
lejos aunque también me pesó la desaparición de Robuchon. No estaba en mis
cánones hacerlo. Más dolor sentí por Acklin, un suizo que se sacó la mugre para
que nuestra cocina fuera admirada y que nuestros cocineros fueran respetados.
Lamenté a Eladio Mondiglio, que llevó a la clase baja y media de nuestra
población a comer carne de la buena a módico precio. Lo hice por Rodrigo
Alvarado, quien nos enseñó que el vino era bueno para el alma y el espíritu y
por Alfredo Vidaurre, quien inventó esto de las viñas boutique antes que nadie.
Y
seguiré lamentando el viaje a la eternidad de los nuestros, de los cocineros y
de la gente de vino. Al fin y al cabo, esa es nuestra historia. (JAE)