LA GITANITA
No
las odio, pero me incomodan… posiblemente sea pánico, miedo o temor.
Simplemente las veo y arranco. Quizá sea una tranca de cabro chico cuando los
papás decían que los gitanos robaban niños. Pero el sólo hecho de ver una
gitana hace que mi corazón se acelere, se me frunza el poto y cruzar la calle
es lo primero que viene a mi cabeza.
-
“No te preocupes de las gitanas”, -me dijo alguna vez un amigo siquiatra-.
“Debes concentrarte en las trancas más poderosas, esas que te pueden convertir
en un viejo de mierda”.
-
No son sólo las gitanas, - ahondé
-
¿Qué más te asusta?
-
¡Los payasos!!!
-
¿Me estás hue…?
-
Para nada. No los tolero. Me espantan.
La
conversación pasó hace más de quince años, cuando enviudé y un siquiatra amigo
(¿sería realmente amigo?) trató de sacarme del hoyo. Con el tiempo me olvidé de
las gitanas, de los payasos, de mi ex mujer y del siquiatra, reemplazando cada
una de mis trancas con comestibles y bebestibles varios que hacen de mi vida
una mejor existencia.
Todo
hasta el martes pasado.
Distraído
–como siempre- caminaba por una calle de la capital. Iba rumbo a una casa de
cambios para convertir en pesos cien míseros dólares que me había regalado uno
de mis hijos para que los guardara para algún apuro. Como paso apurado, al día
siguiente fui a cambiarlos. Al menos serian 70 lucas que servirían para
comprarle una polerita decente a mi paquita con el fin que no use más esas que
dicen GOPE. Como les decía, iba caminando y a diez metros se vienen acercando
tres gitanas con sus vestidos largos desteñidos y pelo enmarañado tratando de
parar a cuanto transeúnte pasara por su lado. Mi primer instinto fue regresar
lo más rápido posible a mi departamento, pero como los dólares son dólares y
los apuros, apuros, crucé la calle hacia la vereda opuesta. No sé si será una
estrategia de las gitanas, pero cuando crucé me encontré con otro trío de
gitanas que estaban en el mismo plan. Como mis piernas no dan para ponerme a
correr, en dos segundos tenía una de ellas a mi lado. – Hola paisano, me dice.
¡Te veo alterado!
Me
atreví a mirar sus rostros y eran bonitas. Posiblemente hijas de las viejas del
frente, pero en versión veinteañera. La que se veía mayor de edad se quedó
conmigo mientras las otras hablaban con otros cristianos. - ¿Quieres que te vea
la suerte? ¿Dónde vas tan apurado, paisano?
Más
que apurado estaba aterrado. Era buenamoza, pero mi tranca no me permitía
articular ninguna palabra. Estaba como esos fulanos que se pintan el cuerpo y
se mantienen como estatuas durante horas y horas. - ¿Cómo te llamas, paisano?
¿Tienes mil pesos para que te vea las manos?
No
quedó otra que entregarme. Por luca, pensé, la dejo tranquila y capaz que
alcance a cambiar los dólares y pasar por el Bar Nacional a comerme un crudo
–el mejor de Santiago- y una chela. Recorrí mis bolsillos y encontré dos
monedas de 500. Antes de dárselas, pregunté su nombre: - ¡Al menos si te paso
luca, me deberías decir cómo te llamas!
-Zaida,
-respondió. Pásame tu mano.
Pasó
sus suaves dedos entre los míos, la palma y el dorso. Me sacó una sonrisa
cuando dice que no estaré solo mucho tiempo; que encontraré una mujer
misteriosa que cambiará mi vida para siempre y que tuviese cuidado con las
chicas jóvenes ya que hay una que me quiere “en mejor vida”.
-
¡Dame mil pesos más y te diré lo que estoy viendo en estos momentos!
Lo
que yo estaba viendo costaba más de mil pesos ya que detrás de sus pañuelos y
sedas poliéster que envolvían su cuerpo aparecían unas turgentes pechugas que
me tenían absorto. Sin dejar de mirarlas, saqué del pantalón un billete de dos
lucas y se los pasé. Ella lo guarda en las mismas pechugas que yo miraba y
finaliza:
-
¡Esta noche te pasará algo increíble!
Se
fue tal como llegó (pero con tres lucas más). Nunca supo mi nombre ni se lo
dije. A pasos de ahí cambié los dólares y luego me fui derechito al Bar
Nacional. Al segundo schop (o como quieran llamarle) se me había olvidado casi
por completo la gitanilla, salvo sus ricas pechugas. Como era martes, poco y
nada tenía que hacer, así que regresé a casa para enchufarme en Netflix y
esperar la hora del bajativo.
Estaba
acostándome cuando siento unos golpes en la puerta: era Lulú, la morocha del 26
que se atrevió a molestarme ya que se le habían perdido las llaves; que sabía
que no estaba la paquita, que no podía entrar a su departamento, que estaba
atorada, que bla, bla, bla y que quería hablar conmigo.
-
¿Y tú chica? Le pregunté a sabiendas dónde iba la pregunta.
-
Ya no la tengo –respondió- ¡Estoy enredada como una virutilla!
Me
pidió un trago, fue al baño, salió sólo con su colaless puesto y se metió en mi
cama. - ¡Ven, Exe! ¡No muerdo!
Recién
ahí me acordé de la gitana. No creo en brujos, Garay… pero que los hay, los
hay.
Exequiel Quintanilla