LULÚ
Nunca les conté de Lulú.
Ella apareció en mi vida cuando por problemas económicos tuve que dejar Ñuyork
y establecerme en un pequeño departamento en Santiago Centro.
Es
difícil volver a escribir en este pasquín luego de un “retiro espiritual” tras
largos meses desconectado. El siquiatra –o loquero- un amigo gordito con un
bigotito de teniente, que me atiende gratis y para más encima paga el café, me insistió
que intentara contarles qué ha sido de mi vida luego de sendas PLR que me dio
la paquita y mi querida Mathy, la cual se casó en Iquique y definitivamente se
alejó de mi existencia.
Me
costó olvidarlas. Más bien aún están presentes en mis sueños. El problema es
que cuando llega la mala cueva, llega toda junta y también tuve que dejar mi
departamento en la Plaza Ñuñoa, trasladándome a un modesto departamento en
Santiago Centro, un barrio que me era casi desconocido. Mis hijos, que
financiaban el arriendo y los gastos comunes de mi bulín, agarraron todas las
crisis que se propagaron el año pasado y literalmente bajaron mi ritmo de vida,
cosa que derivó en un cambio de ambiente, de efectivo y de picadas donde comer.
Me
despedí de todos: de Manuel, el dueño de Las Lanzas, de la hermosa Amanda (la dueña
de Benito y Rosita, esos gatos negros que se metían a mi terraza), de los
conserjes del edificio y tras una pequeña mudanza llegué medio desconcertado (y
afligido) a mi nueva morada, un silo donde viven apiñados medio millar de
humanos de todos los orígenes, una especie de Babilonia, pero sudaca.
Pero
no estoy acá para escribirles cosas negativas ya que la vida es corta y hay que
aprovecharla. Como un clavo saca otro clavo y donde fueres haz lo que vieres,
me hice asiduo de un restobar de mala muerte que ofrece colaciones y cierra
cuando se retira el último parroquiano. Allí estaba el mes pasado, aun
caluroso, pasando la tarde de un sábado ya que en el edificio los pendejos se
toman los pasillos para jugar fútbol y no pocas veces te hacen el “rin rin
raja”, una situación que poco tolero y prefiero estar en el bar mirando una
pantalla de TV sin sonido viendo cualquier cosa tan entretenida como las
diferentes formas de fabricar una casucha para el perro. Además, sin el
penetrante aroma del ajo, que traspasa muros, puertas y entra a tu casa como si
fuese pariente.
Ahí
estaba, entreteniéndome a rabiar jugando con una papa frita fría que me servía
de lápiz para hacer figuritas con el kétchup, cuando apareció Lulú. Era una
mezcla entre la Mathy (mujer madura) y Sofía, la paquita (mujer rica), pero en
versión oscura. “Rica la negra”, pensé y continué mirándola mientras ella pedía
un té. ¿Sólo un té?, me pregunté…
Como
se sentó en diagonal a mi asiento, cambié mis gafas para mirarle las piernas.
¿Qué miras?, preguntó.
Confieso
que me puse colorado. Hacía tiempo que no me encontraba en esa situación y no
sabía cómo responder. Subí la vista y la encontré guapa. ¿Serían las piscolas?
-
Perdón, respondí. Se me fueron los ojos.
-
¿Eres bizco?
-
¡No!, a decir verdad, lo único bueno que me queda son los ojos.
-Cosa
tuya, dice, mientras cruza las piernas y logro ver algo más que sus morenas y
prietas piernas.
El
destino es cruel, pero a veces da sorpresas. Entre preguntas van y preguntas
vienen terminé sentado en su mesa conversando de la vida. Como la mía importa
un rábano, le conté de épocas memorables de mi existencia y ella atropellaba
contándome la suya. Era enfermera en un laboratorio donde sacan radiografías y
scanner, algo común en epicentro de la capital. Dos matrimonios fracasados y
dos hijos que viven con su padre en Guatemala eran su legado. Ahora vivía sola
en un edificio de departamentos donde eliminó el timbre (debido a los
constantes rin rin raja) y sufría las consecuencias de los bestias que andan en
bicicleta y otros que juegan al futbol en los pasillos.
¡Lulú
y yo éramos vecinos! Ella en el piso 28 y yo en el 16. ¡Genial!, al menos
sufríamos los mismos problemas.
Saqué
cuentas mentales de cuanto billete quedaba en mi cuenta RUT. Como era casi fin
de mes, alcanzaba para invitarla a cenar a algún lugar un poco más decente y no
tendría que pagar taxi, ya que compartíamos la misma dirección. Como era de
esperar, terminamos en un restaurante peruano ya que es lo único digno que se
puede encontrar en el microcentro santiaguino.
Cebiche de reineta para compartir y luego la especialidad de la casa:
lomo saltado. Todo ello acompañado de sendos pisco sours que mágicamente se
convierten en la integración misma de la hermandad chileno – peruana, ya que
ocupan una mezcla de ambos piscos para elaborar la pócima y hacer patria No
puedo mentir ya que los sours estaban bastante buenos. Bueno, sinceramente con
dos “catedrales” en el cuerpo per cápita, nos comimos hasta el rocoto en su
versión más natural y picante que existe.
El
papá de Lulú es haitiano y la mamá chilena (como el Beausejour, pero en versión
mina). ¡De ahí el cuerazo!, pensé. Lulú, anteponiéndose a mis pretensiones y
mirando la hora, me anticipa que el día siguiente debía trabajar ya que el
laboratorio no se detenía y que ella tomaba el turno muy temprano. Pagué la
cuenta y regresamos caminando un par de cuadras hasta la casa. El ascensor -una
mierda, pero ascensor, al fin y al cabo- paró en el 16 ya que ella seguía al
piso 28. Lulú –es bajita- empinó sus pies y me da un beso en la mejilla junto a
las gracias correspondientes. Sentí su respiración agitada y sus labios
cálidos.
¿Serían
los “catedrales”?
Al
menos cuando entré a mis aposentos ya no quedaban pendejos jugando alrededor.
Por primera vez en seis meses prendí la radio para escuchar música. Ahora que
vivo en el centro puedo libremente aclararles que me empelotaban los gatos
negros, las frituras de Las Lanzas y los conserjes de mi ex edificio, ya que
sólo se preocupaban de las propinas.
Downtown
la lleva, y luego de conocer a Lulú, me da la sensación que no lo pasaré mal en
mi nuevo vecindario.
Como
decían en el fútbol: “esto comienza, señores”
Exequiel Quintanilla