martes, 28 de octubre de 2008

LA COLUMNA DEL ESCRIBIDOR



BORAGÓ
LA ALQUIMIA GASTRONÓMICA DE RODOLFO GUZMÁN

Hace un par de semanas, conversando con un chef español de gran éxito en Chile, me comentaba que Rodolfo Guzmán, propietario del Boragó, era lo mejor que le había pasado a la gastronomía chilena en los últimos 50 años. Realmente encontré sus palabras algo desproporcionadas y muy elogiosas para este mediático cocinero que microscopio en mano analiza gran parte de los productos que sirve en su restaurante. A decir verdad, este escribidor había vivido la experiencia de sus menús en un par de ocasiones y a pesar de considerar el local de buena calidad y con buen servicio, siempre pensé que al chef y al establecimiento le faltaba “ángel”, esa pizca de personalidad que va sobre la calidad de la comida y de la atención.

“Anda y compruébalo por ti mismo”, me comentó mi amigo chef. “Mira lo qué hace y cómo lo hace. La ciencia que está detrás de cada plato y fíjate del interés que despierta cuando entiendas lo que pretende plasmar detrás de cada presentación. Guzmán es un científico y un perfeccionista. Y las técnicas de la repostería, del cual es especialista, las ocupa en su carta gastronómica. Para él, dos mas dos son cuatro y de eso se trata su comida. Ni un gramo de más, ni uno de menos.”

Un día de la semana pasada llegue nuevamente al Boragó. Era mi tercera visita a este establecimiento y la cuarta vez que degustaba preparaciones de Rodolfo Guzmán ya que conocí su cocina en el desaparecido Makandal. Un miembro del servicio, atento, servicial y muy bien vestido me acompaña a la mesa reservada y me explica que ese día degustaría el menú “Endémica”, cuya carta me la entrega para que la visualice. Dos entradas, tres fondos y tres postres en armonía con vino o té. Los textos de la carta, de clara inspiración poética, no reflejan para nada la seriedad de los platos. Un tanto desordenada donde las mayúsculas y minúsculas aparecen por cualquier parte claramente me indican que Guzmán es mejor cocinero que poeta. Pero mi intención era probar su comida y no leer la presentación de sus platos. La cena partió con un clásico: un amuse-bouche de aceite, ají y tomate con carbón vegetal y pan de aceitunas. Lo presentan como “Ají explosivo” ya que gracias a las infantiles “peta zetas” los bocados plopean en la boca. “Plop”, ya que es una mini explosión de aceite y ají, muy entretenida para los que visitan por primera vez el local, pero un tanto aburrida para los que conocemos la preparación desde sus comienzos.

El vino llega con el primer plato. Pequeño como todos los del menú. Acá se trata de degustar sabores y no de llenar el estómago. Dos pequeños dados de “locos” con aceite de cobre y mayonesa de campo trufada. Los daditos de locos, de color magenta gracias a su cocción en caldo de betarragas, algo duros, pero fascinantemente bien combinados con la mayonesa trufada. El aceite de cobre, una propuesta de “la alta alquimia” del chef.

Y así se van sucediendo los platos de este menú degustación. Luego, una ensalada de hongos con un puré trufado, una maravillosa presentación donde nuevamente la trufa es la reina del sabor. Por mi, que todos los platos sean trufados, los mejora considerablemente y los hace inolvidables. En este caso, el aceite de trufas envolvía un divino puré cubierto con polvo de hongos secos. Fuera de serie e imperdible.

Tras un pequeño descanso llega a la mesa una porción de konzo, un pez isleño que estaba acompañado de caldo de machas y papas chilotas. Una buena combinación de sabor y color donde las flores (esta vez de borraja) ponen un toque de modernidad.

¿Ha comido el lector alguna vez un trozo de congrio de color azul? Bueno. Acá lo sirven. Éste, marinado en repollo morado queda teñido de azul en una preparación elaborada a la parrilla acompañada de clorofila de albahaca y unas papas chilotas diferentes a las anteriores. A decir verdad, pocas son las cosas para comer que sean de color azul. Ese es un color más indicado para la repostería y farmacología. Pero esta vez, el congrio, sin perder ninguna condición de sabor, se presenta en gloria, calidad y majestad, aunque en un color poco agraciado gastronómicamente hablando.

La gran sorpresa -y el gran plato de la carta- sería un asado de tira, cocinado a 74° durante 22 horas, pasado por la parrilla con virutas de queso de oveja y morillas. Blando y sabroso el corte de carne, con un acompañamiento ideal para la ocasión. La porción, más grande que en una degustación, daría punto final a la parte salada del menú.

Los postres, tres, no son innovadores en esta nueva carta. Helado de flores de violeta (los mayores alucinarán con recuerdos de su niñez); un coulant de chocolate con avellanas que según la carta recuerda el Valle de la Luna en Atacama, y el frío glacial, una galleta de mentol sumergida en nitrógeno líquido que provoca reacciones jocosas entre los presentes ya que al morderla se expele vapor por boca y narices, hace de esta cena una experiencia única en Chile.

Para Rodolfo Guzmán, su técnica no es algo que mantenga oculto, ya que continuamente está recibiendo cocineros de todo el país, e incluso ahora postulan del extranjero para que desarrollen junto a él sus prácticas. “Esto no sólo es un restaurante, es una institución. Somos como el MBA de los cocineros. Nosotros estamos seguros que estamos haciendo el aporte gastronómico más grande que se ha hecho en Chile porque les enseñamos una visión distinta, que se basa en un alto nivel de perfeccionismo. Nosotros queremos que vengan y aprendan todo lo que acá hacemos”, enfatiza Guzmán.

Definitivamente Rodolfo Guzmán es brillante. Su carta, renovada ahora con una buena armonía de vinos o tés es realmente hedonista y digna de ser comentada. Sus platos superan toda la lógica de cualquier cliente y tiene la gracia de que sin ocupar espumas y/o deconstrucciones entretiene y gusta. Guzmán ha ido humanizando su propuesta. Puede que mi amigo chef que inició esta crónica tenga mucha razón. Es de lo mejor que le ha sucedido al país en años de gastronomía. Sin embargo creo que está al debe con la parte social de la comida. Es una propuesta excelente, cada día mejor. Pero aun la mayoría va a pasarlo bien a un restaurante. Y eso es lo único que le falta a Boragó. Que más que un laboratorio gastronómico sea un lugar donde entretenerse.
Sin embargo, es una experiencia imperdible. (Juantonio Eymin, Fotos Karla Berndt)
Boragó: Av. Vitacura 8369, Vitacura, fono 224 8278