miércoles, 7 de enero de 2009

LA COLUMNA DEL ESCRIBIDOR


ESAS ODIOSAS PATENTES DE ALCOHOLES

El primer local que visite este 2009 no tenía patente de alcoholes. ¿Novedad? Ninguna. Molesta ya que por lo menos tener la posibilidad de tomar una cerveza junto a una pizza o un plato de ravioles con una copa de vino es algo absolutamente normal. Es la ley, me comenta un italiano que gastó gran parte de sus recursos en re-construir una casona del Santiago antiguo con el fin de entregar a la comunidad un restaurante decente (si, decente y limpio) donde ofrece comida familiar italiana.

Nos quedamos conversando un rato mientras llegaba mi pedido. Curiosamente este italiano estaba complicado pero entregado a las normativas de la ley. Yo, algo contrariado le comentaba que si bien no era el único, existían casos dignos de Ripley, como el recién abierto Cívico que tras largos tres años de espera terminó abriendo su propuesta sin vinos ni tragos, y eso que está ubicado en los bajos de la Casa de Moneda, la morada de los Presidentes de Chile, y mal que mal, los dueños de casa.

A veces dan ganas de reírse de las normativas: al lado de este nuevo lugar, sin patente de alcoholes ni de cervezas, varios tugurios de mala muerte ofrecen “happy hours” por $ 1.500, o sea, dos tragos a elección por esa suma. El sólo hecho de entrar a esos tenebrosos lugares da escozor y picazón en el cuerpo. Ellos pueden vender alcohol ya que tienen patente. Un derecho que se da casi de por vida (como los notarios) y que perjudica con razón a los inversionistas que gastan sus recursos en una buena infraestructura.

Para mí, para usted y para el turismo en general sería bueno que los legisladores o el gobierno cambien la ley. Se puede (y me he documentado). Sólo es necesario hacer otra. Una que sin ser discriminatoria, distinga y avale las inversiones serias y que apuesten a la calidad. No es conveniente para nadie, ni para el gobierno y sus autoridades; ni para el alcalde de la comuna o los directores de Obras ni para el público en general, tomar un “tecito” en el lanzamiento de los últimos restaurantes nuevos que hemos conocido como La Mar, Osadía, Mestizo y tantos otros que se me olvidan. Incluso para este italiano céntrico, que apuesta por un producto de buena factura pero que los clientes al saber que no puede ofrecerles ni una mísera cerveza o una copa de vino, se marchan del local sin probar bocado.

A veces dan ganas de remecer las estructuras que tienen a nuestro país aun en una débil posición turística con respecto a nuestros vecinos. Posiblemente muchos se alegran con los dos y medio millones de turistas que recibimos. Pero, ¿si podemos hacerlo mejor porqué no hacerlo? ¿Acaso la gastronomía (y aquí incluyo la cerveza, el vino y el alcohol) no es importante para el turismo?

Me encantaría que los directivos que representan a la gastronomía y el turismo en Chile buscaran las fórmulas –y fuerzas- necesarias para encontrar los mecanismos que relajaran (en parte) esta absurda forma de legalizar la venta de alcoholes en los nuevos emprendimientos. Yo lo creo absolutamente necesario e incluso mi desesperado amigo italiano sería feliz (y no estaría presentando en la Municipalidad por undécima vez el “último” certificado que le solicitan). Juantonio Eymin