EL COCINERO DEL PRESIDENTE
Sólo un sueño…
- Mathy… anoche soñé que era Presidente de Chile
- Ja ja.. ¿Y yo la Primera Dama?
- Debo confesarte que no aparecías en mi sueño, ya que debía solucionar un gran problema del gobierno.
- Y, por ser, ¿cual sería?
- Buscar un chef para mi presidencia. El chef de Palacio.
Larga noche, comencé a contarle. ¿Quién podría ser mi chef? A decir verdad me gustan varios pero el caldo de cabeza era grande. Como me decía -en sueños- uno de los bufones de Palacio –“Su Excelencia, usted debe buscar un chef diferente, ya que su gobierno será distinto”. O sea, ya no podría contar con Guillermo Rodríguez, que tan bien lo ha hecho estos últimos años. ¿A quién elegir? Gran problema.
Mi sueño continuó elaborando una lista. Pensé en Emilio Peschiera, pero era peruano. ¿Se imaginan al mandamás del país con un chef peruano? De seguro me destituirían al día siguiente. Descartado. Su vecino de restaurante, el Carpentier, tampoco, ya que estaba apoyando otra lista. Dieudoneé menos, ya que es francés y lo mismo me pasó con Gander, Ilari, Monticelli, Funari, Michel, Dioses y varios otros de los buenos extranjeros que ahora cocinan en el país.
¿Y si nacionalizamos a alguno?
No se puede, me respondió una decena de tipos con trajes oscuros que no conocía y que pareciera eran mis ministros. Usted tiene por obligación de tener un chef nacional en sus filas.
Se estaba poniendo difícil mi sueño. Más cuando las imágenes me decían “apúrese, apúrese, de ello depende la seguridad nacional”
¿Carlos Meyer?, consulté asustado. ¿El suizo?, respondieron a coro…“Usted debe encontrar un cocinero cien por ciento chileno. Ojala Soto de apellido. Que represente al pueblo, a la comida chilena, al patriotismo y al valor de nacer en esta tierra. Si es Huanquilef o Paoa, muchísimo mejor. Necesitamos integrar a los pueblos originarios a este gobierno…, y la cocina es ideal para nuestros propósitos.”
O sea ya no podría buscar chefs con apellidos raros. Sonaron Kallens, von Mühlenbrock, Mazzarelli, Palomo, Zabala, Knobloch, Solorza y otros. Debía rápidamente buscar en otros lados.
Era casi una pesadilla. Los ministros, sus ayudantes y varios operadores políticos me azuzaban para que pronto solucionara el problema, y de los grandes. En un momento pensé en Ana María Zúñiga, del restaurante Ana María, pero ella me mataría en dos meses con la cantidad de erizos y comida enjundiosa que me proporcionaría, así que ni siquiera la propuse.
¡Olivera!, les grité a mis asesores. Ellos me miraron con cara de pena y me preguntaron si por casualidad él dejaría las dos pegas que tiene por venirse a un sueño. ¿Raro?, lo soñé mientras soñaba que todo esto era un sueño…
Llegué a la conclusión que mis ministros querían que la señora Juanita fuese mi chef personal ya que me vetaron una larga lista de cocineros: desde el Pancho Toro hasta el Cruzat del Marriott. Si va a hacer un gobierno nacionalista, no puede traer chefs salidos de lugares imperialistas ni de barrios de alta alcurnia, me comentaban. Mujeres tampoco…, ni piense en la Pamela Fidalgo o en la Carolina Bazán, ya que si quedan preñadas sería una gran complicación para su mandato. Y más le vale que pronto decida, me recalcaba un colaborador de grandes cejas y de pelo entrecano que vestía una chaqueta de tweed y polera.
Como Presidente que era, les ordené que se retiraran durante media hora y que les tendría una respuesta a su regreso. Me quedé pensando en lo duro que es ser el gran jefe y lo ingrato de la pega. Pedí un café y nadie me lo sirvió. “No hay servicio de valet mientras no decida. Lo siento”, me contestó al teléfono una secretaria con voz de pito que prometí mandarla a la cresta apenas encontrara un chef. Estaba desesperado, entre sueños no me podía acordar de ningún buen cocinero chileno. Además, pareciera que mis asesores no me colaboraban. No querían que su presidente tuviera un chef exótico como Guzmán y sus brotes, ni alguien demasiado popular como doña Raquel Orellana del Colo Colo en Romeral o Jaime Toro, del Torofrut allá en Llay Llay. Termino medio, me aconsejaban. Sinceramente tenía ganas de despertar pero no podía. Tampoco era cosa de llegar y levantarse un gran chef ya que los ministros, subsecretarios y secuaces se enojarían ya que ellos están acostumbrados a almorzar y cenar en buenos restaurantes, con chefs de alcurnia y a costo del presupuesto de la Nación
Tú no imaginas lo que es pasarse una noche entera revisando listas de chefs. Es un infierno. A través de la ventana de mi despacho en La Moneda miraba como todos bebían y comían exquisiteces mientras yo, el pobre Presidente, buscaba al cocinero ideal para mi período.
Estaba inquieto. Llamé incluso a mis amigos de la revista Wain para que me recomendaran a alguien ya que ellos son los reyes del causeo nacional. Como era de suponer, no los encontré. Andaban reporteando. Lo mismo me pasó con los de La Cav y Placeres. Nadie estaba en mis sueños. Greve, nada de raro, en el extranjero; Fredes en alguna picada por ahí y Brethauer en Rusia catando rubias. Otros visitando viñas y yo, echado en un sillón en la principal habitación de La Moneda, abatido y desesperado.
Sonó el teléfono presidencial. Me llamaba Pascual Ibáñez, el sommelier español, para recomendarme a su amigo Cristóbal. “Coño…, él hace unas empanadas y un pastel de choclo de miedo”, me aconsejaba mientras yo trataba de acordarme qué nacionalidad tenía su amigo. El teléfono tampoco era mi solución.
Hasta que di en el clavo. No había duda alguna. Fue como una luz divina y la imagen del chef que debía ser el oficial de mi gobierno se apareció como el milagro de Fátima versión 2.0. No estaba envuelto en nubes ya que lo veía lleno de sartenes, cazuelas, hornos de última generación, una cuchara de palo en su morena mano y en el mesón unos platos que eran de mi delicia…
-Exe… Exe…, me removió Mathy mientras yo, con los ojos cerrados le contaba esta historia. Deja de preocuparte, me dijo. No eres presidente ni lo serás nunca, al menos que te hagas socio de algún pequeño club de dominó o de brisca. Descansa. Pero me dejaste en lo mejor. ¿Quién sería tu chef?
Traté de acordarme. Sólo recordaba su brazo blandiendo una cuchara de palo.
- Lo siento Mathy, pero no me acuerdo como terminó mi sueño.
- ¿Serás un gran hijo de puta?, gritó. ¿Me tienes intrigada media hora relatándome tu sueño y no eres capaz de acordarte del final?
- Pucha Mathy, es verdad, no recuerdo quien era
-¡Eres un carajo Exe!, y como castigo de no acordarte del sueño entero, esta semana te quedarás sin torta. Y tú bien sabes “quién” era la torta. Sentenció.
Eso me pasa por soñador.
Exequiel Quintanilla
¿Quejas? Palacio La Moneda. Calle Moneda s/n, Santiago Centro, fono 690 4000
Sólo un sueño…
- Mathy… anoche soñé que era Presidente de Chile
- Ja ja.. ¿Y yo la Primera Dama?
- Debo confesarte que no aparecías en mi sueño, ya que debía solucionar un gran problema del gobierno.
- Y, por ser, ¿cual sería?
- Buscar un chef para mi presidencia. El chef de Palacio.
Larga noche, comencé a contarle. ¿Quién podría ser mi chef? A decir verdad me gustan varios pero el caldo de cabeza era grande. Como me decía -en sueños- uno de los bufones de Palacio –“Su Excelencia, usted debe buscar un chef diferente, ya que su gobierno será distinto”. O sea, ya no podría contar con Guillermo Rodríguez, que tan bien lo ha hecho estos últimos años. ¿A quién elegir? Gran problema.
Mi sueño continuó elaborando una lista. Pensé en Emilio Peschiera, pero era peruano. ¿Se imaginan al mandamás del país con un chef peruano? De seguro me destituirían al día siguiente. Descartado. Su vecino de restaurante, el Carpentier, tampoco, ya que estaba apoyando otra lista. Dieudoneé menos, ya que es francés y lo mismo me pasó con Gander, Ilari, Monticelli, Funari, Michel, Dioses y varios otros de los buenos extranjeros que ahora cocinan en el país.
¿Y si nacionalizamos a alguno?
No se puede, me respondió una decena de tipos con trajes oscuros que no conocía y que pareciera eran mis ministros. Usted tiene por obligación de tener un chef nacional en sus filas.
Se estaba poniendo difícil mi sueño. Más cuando las imágenes me decían “apúrese, apúrese, de ello depende la seguridad nacional”
¿Carlos Meyer?, consulté asustado. ¿El suizo?, respondieron a coro…“Usted debe encontrar un cocinero cien por ciento chileno. Ojala Soto de apellido. Que represente al pueblo, a la comida chilena, al patriotismo y al valor de nacer en esta tierra. Si es Huanquilef o Paoa, muchísimo mejor. Necesitamos integrar a los pueblos originarios a este gobierno…, y la cocina es ideal para nuestros propósitos.”
O sea ya no podría buscar chefs con apellidos raros. Sonaron Kallens, von Mühlenbrock, Mazzarelli, Palomo, Zabala, Knobloch, Solorza y otros. Debía rápidamente buscar en otros lados.
Era casi una pesadilla. Los ministros, sus ayudantes y varios operadores políticos me azuzaban para que pronto solucionara el problema, y de los grandes. En un momento pensé en Ana María Zúñiga, del restaurante Ana María, pero ella me mataría en dos meses con la cantidad de erizos y comida enjundiosa que me proporcionaría, así que ni siquiera la propuse.
¡Olivera!, les grité a mis asesores. Ellos me miraron con cara de pena y me preguntaron si por casualidad él dejaría las dos pegas que tiene por venirse a un sueño. ¿Raro?, lo soñé mientras soñaba que todo esto era un sueño…
Llegué a la conclusión que mis ministros querían que la señora Juanita fuese mi chef personal ya que me vetaron una larga lista de cocineros: desde el Pancho Toro hasta el Cruzat del Marriott. Si va a hacer un gobierno nacionalista, no puede traer chefs salidos de lugares imperialistas ni de barrios de alta alcurnia, me comentaban. Mujeres tampoco…, ni piense en la Pamela Fidalgo o en la Carolina Bazán, ya que si quedan preñadas sería una gran complicación para su mandato. Y más le vale que pronto decida, me recalcaba un colaborador de grandes cejas y de pelo entrecano que vestía una chaqueta de tweed y polera.
Como Presidente que era, les ordené que se retiraran durante media hora y que les tendría una respuesta a su regreso. Me quedé pensando en lo duro que es ser el gran jefe y lo ingrato de la pega. Pedí un café y nadie me lo sirvió. “No hay servicio de valet mientras no decida. Lo siento”, me contestó al teléfono una secretaria con voz de pito que prometí mandarla a la cresta apenas encontrara un chef. Estaba desesperado, entre sueños no me podía acordar de ningún buen cocinero chileno. Además, pareciera que mis asesores no me colaboraban. No querían que su presidente tuviera un chef exótico como Guzmán y sus brotes, ni alguien demasiado popular como doña Raquel Orellana del Colo Colo en Romeral o Jaime Toro, del Torofrut allá en Llay Llay. Termino medio, me aconsejaban. Sinceramente tenía ganas de despertar pero no podía. Tampoco era cosa de llegar y levantarse un gran chef ya que los ministros, subsecretarios y secuaces se enojarían ya que ellos están acostumbrados a almorzar y cenar en buenos restaurantes, con chefs de alcurnia y a costo del presupuesto de la Nación
Tú no imaginas lo que es pasarse una noche entera revisando listas de chefs. Es un infierno. A través de la ventana de mi despacho en La Moneda miraba como todos bebían y comían exquisiteces mientras yo, el pobre Presidente, buscaba al cocinero ideal para mi período.
Estaba inquieto. Llamé incluso a mis amigos de la revista Wain para que me recomendaran a alguien ya que ellos son los reyes del causeo nacional. Como era de suponer, no los encontré. Andaban reporteando. Lo mismo me pasó con los de La Cav y Placeres. Nadie estaba en mis sueños. Greve, nada de raro, en el extranjero; Fredes en alguna picada por ahí y Brethauer en Rusia catando rubias. Otros visitando viñas y yo, echado en un sillón en la principal habitación de La Moneda, abatido y desesperado.
Sonó el teléfono presidencial. Me llamaba Pascual Ibáñez, el sommelier español, para recomendarme a su amigo Cristóbal. “Coño…, él hace unas empanadas y un pastel de choclo de miedo”, me aconsejaba mientras yo trataba de acordarme qué nacionalidad tenía su amigo. El teléfono tampoco era mi solución.
Hasta que di en el clavo. No había duda alguna. Fue como una luz divina y la imagen del chef que debía ser el oficial de mi gobierno se apareció como el milagro de Fátima versión 2.0. No estaba envuelto en nubes ya que lo veía lleno de sartenes, cazuelas, hornos de última generación, una cuchara de palo en su morena mano y en el mesón unos platos que eran de mi delicia…
-Exe… Exe…, me removió Mathy mientras yo, con los ojos cerrados le contaba esta historia. Deja de preocuparte, me dijo. No eres presidente ni lo serás nunca, al menos que te hagas socio de algún pequeño club de dominó o de brisca. Descansa. Pero me dejaste en lo mejor. ¿Quién sería tu chef?
Traté de acordarme. Sólo recordaba su brazo blandiendo una cuchara de palo.
- Lo siento Mathy, pero no me acuerdo como terminó mi sueño.
- ¿Serás un gran hijo de puta?, gritó. ¿Me tienes intrigada media hora relatándome tu sueño y no eres capaz de acordarte del final?
- Pucha Mathy, es verdad, no recuerdo quien era
-¡Eres un carajo Exe!, y como castigo de no acordarte del sueño entero, esta semana te quedarás sin torta. Y tú bien sabes “quién” era la torta. Sentenció.
Eso me pasa por soñador.
Exequiel Quintanilla
¿Quejas? Palacio La Moneda. Calle Moneda s/n, Santiago Centro, fono 690 4000