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En un país relativamente joven, de colonización reciente, como es Estados Unidos de Norteamérica, las viejas herencias se pueden convertir en una forma de vida. Si a esto le añadimos la dispersión de la población respecto al lugar del trabajo tendremos un modelo gastronómico que se caracterizará por su monotonía, economía y preparación rápida.
En efecto, las grandes macrociudades proyectadas en sentido horizontal en las zonas residenciales y en sentido vertical respecto a las áreas de negocios son, urbanísticamente hablando, lugares inhabitables para los europeos, acostumbrados a la armonía y a la concentración de la población dentro de parámetros aceptables y lógicos. Salvo en las grandes capitales europeas, cualquier centro de trabajo está a un máximo de media hora dentro de un paisaje urbano acogedor, nadie puede imaginar ciudades como Los Ángeles, de cien kilómetros de diámetro o vivir a más de una hora del lugar del trabajo.
Esta concepción urbanística no es espontánea, es consecuencia de una forma de vida rural que de forma brutal se convierte en industrial, se transforman las formas pero no el fondo de la vida de los ciudadanos, con las herencias negativas que esto trae, por eso hay que buscar los orígenes de una forma de vida para comprender su presente.
Hasta hace menos de cien años existía una dicotomía en Estados Unidos que la hacía única: un Este poblado, estructurado e industrial y un Oeste de grandes praderas y salvaje que era el que alimentaba a la población burguesa. Un oeste de ranchos de gigantescas extensiones en el que florecía el negocio de la cría del ganado bovino, que se hacía gracias a su recién estrenado ferrocarril, es allí donde nace el cow-boy, tan mitificado por el cine. Pero junto a estos hombres que en grupo de diez o doce conducían las manadas de ganado por las llanuras de Texas siempre había una infraestructura mínima en la figura de cocinero con su chuk wagon, del point riders o batidores y el horse wrangler o encargado de los arneses y la remonta.
Imaginemos ahora la vida del olvidado de toda la leyenda de far west: del cocinero. Por la mañana antes del amanecer preparaba el desayuno, copioso por cierto, después recogía todo y adelantándose al ganado se dirigía hacia el lugar previsto para el descanso del medio día para preparar el almuerzo y de nuevo emprender la marcha para desplazarse al lugar del descanso nocturno y preparar la cena de éstos hombres. Un trabajo agotador y peligroso si tenemos en cuenta que su carreta iba llena de todo aquello que podía ser codiciado tanto por los indios o los merodeadores, casi siempre sólo y armado pero indefenso. A este trabajo había que añadirle el de dentista, médico, enterrador, barbero, banquero, cazador y hasta confesor.
Con todo el trabajo que recaía a espaldas de éste hombre no se podía esperar milagros culinarios, de hecho la variedad en la alimentación era escasa, sobre todo porque los sistemas de conservación tampoco eran óptimos y consistía básicamente en maíz, harina de maíz, porotos, tocino, jamón y melaza y para beber, agua, café y whisky.
Ocasionalmente alguna vez, bisonte, venado, liebre o alguna ave. En conjunto la alimentación era de fécula y pobre en carne, paradojas del oficio para unos hombres que conducían ganado.
El maíz se consumía verde aún, hervido con la mazorca y después frito en grasa animal, también se comía en forma de gachas al desleír la harina en leche, mush and milk, también como una galleta e incluso como legumbre.
El máximo refinamiento culinario se alcanzó con la elaboración de una salsa que servía para acompañar la carne, o sola a cucharadas, y que consistía en un preparado a base de leche, manteca de cerdo y harina de maíz.
El whisky servía no sólo para quitar las penas de aquellos pobres hombres, también era una medicina, mezclado con azúcar cande y caliente que curaba los resfriados y sólo, como desinfectante de las heridas.
Hoy la herencia culinaria de alguna forma continúa con el llamado fast food o comida rápida. Hemos evolucionado tecnológicamente, pero no en nuestras raíces culturales, y aquellas personas que por razones de trabajo, economía y rapidez necesitan alimentarse, no comer en el sentido más bello de la palabra, acuden a los nuevos cocineros del far west para degustar unas deleznables hamburguesas con sabor a plástico acompañadas por papas fritas o comen hot dogs. Lo peor de todo es que esta moda se extiende por el mundo como un signo de juventud desenfadada y dinámica... y es que los gringos nos saben vender hasta la basura.