miércoles, 29 de septiembre de 2010

EL PIRATEO DE LA SEMANA

HISTORIA DEL VINO EN AMÉRICA

http://www.enciclopediadegastronomia.es/articulos/vinos-sidras-y-otras-bebidas/vinos-y-otras-bebidas/historia-del-vino-en-america.html

¿Porqué los reyes españoles promocionaron el cultivo de la vid y la industria vitivinícola en algunos territorios de América y lo prohibieron en otros? Más aún ¿Porqué la Corona española no desarrolló plenamente la industria vinícola en las provincias de ultramar, sabiendo de su potencial y de la riqueza que hubiera reportado a aquellos países?

Como suele ser habitual, cada vez que se trata el asunto de las relaciones entre las colonias y la península, surgió el victimismo: ¡Qué canallas fueron los españoles que privaron a nuestros antepasados de generar riquezas que hoy nos podían salvar de la miseria!¡Qué rastreros eran que negaron el progreso económico para así poder mantener el poder feudal sobre sus colonias!¡Qué miserables fueron que privaron a los pobres indígenas de desarrollar una industria tan productiva que podría haberles hecho inmensamente ricos!

No es este el sitio ni el momento de entrar en ese debate, solo apuntar que, mientras en América, oriundos y colonos comían con cierta holgura, en España, salvo los nobles y el clero, el resto de los españolitos de a pie se morían de hambre y eran hostigados por la oligarquía existente mucho más que los ciudadanos de ultramar, hasta el extremo de que miles y miles de hombres jóvenes, sanos y fuertes, emigrasen a aquellas tierras en busca de alguna forma menos indigna de morir, porque la mayoría perdía la vida en el intento de alcanzar alguna fortuna. Y, dicho sea de paso, dejando los campos sin mano de obra y aumentando más y más la miseria en los pueblos peninsulares.

Quiero con ello aclarar que no debe hablarse de la tiranía de los españoles, sino de la crueldad de sus dirigentes, porque en esas dos españas que cantara Machado, por un lado siempre han estado los que chupaban y por otra los explotados, y en esa segunda categoría entraban por el mismo rasero los ciudadanos y campesinos, tanto de la península, como los de allende de los mares. De hecho hay un dato incuestionable que refrenda la predisposición de los españoles hacia los habitantes oriundos: el mestizaje.

Los colonos ingleses, franceses, holandeses, etc., nunca se cruzaron con los nativos, ya fuesen indios americanos, africanos, chinos o de cualquier parte, mientras que los españoles creaban una familia allá donde se establecían casándose con mujeres indígenas (los emigrantes eran solo hombres), prueba de no iban a saquear, sino a establecerse lejos de su lugar de origen del que habían tenido que huir buscando comida y un trabajo esperanzador.

Aclarado este malentendido, que considero necesario para aligerar las relaciones de dos culturas que más que hermanas son la misma, he de explicar que, además, en el caso del vino, realmente no hay que echar la culpa a la incompetencia y mojigatería de los gobernantes castellanos, sino a una razón mucho más evidente y razonable: la viabilidad del cultivo de la vitis vinífera.

Existen numerosos parámetros en lo que en términos enológicos se denomina terruño, como son la orografía del terreno, la composición de los suelos, la orientación de las parcelas, etc., pero hay dos que determinan fundamentalmente la posibilidad del desarrollo exitoso de estas plantaciones: el clima y el agua, porque tan imposible es lograr que sobreviva y dé frutos una viña en el templado y húmedo trópico, como que lo haga en el árido desierto de Atacama o en la gélida Patagonia.

Vamos pues a explicar, aunque sea muy someramente (hay magníficos estudios al respecto), las motivaciones que indujeron a aquellos gobernantes y botánicos, a elegir algunos países del Nuevo Mundo y descartar otros.

Existen dos grandes franjas que delimitan la idoneidad de este cultivo en el planeta, las marcadas por los paralelos 33 y 52 en el hemisferio Norte y la situada entre el 30 y el 40 en el Sur.
Pero en la naturaleza nada es tan estricto como unos simples números, así que, del mismo modo que Canarias produce unos magníficos vinos gracias a esa fría corriente atlántica, en América, la de Humboldt, refresca tanto la costa que hasta se pueden obtener buenas cosechas en la zona del Pisco, al sur de Lima, algo tan aberrante que, al no haber ciclo vegetativo, los viñedos ¡dan dos cosechas! Aunque de uvas de tan escasa calidad que, según fermentan, sin tan siquiera separar de los hollejos, se destilan para hacer aguardiente, el famoso Pisco (aprovecho para expresar mi pena por la pésima comercialización que se hace de este magnífico producto en Europa, quizás uno de los mejores tragos del mundo, a pesar de no saber hacerse valorar como las grapas italianas, los snapps alemanes, o los orujos gallegos).

Mientras tanto, en Estados Unidos, con sus casi diez millones de kilómetros cuadrados, la escasez de agua y su riguroso clima continental, solo permiten plantar viñedo en su benigna costa del Pacífico (hay también en la zona de Nueva York pero son plantaciones nuevas apoyadas en tecnologías actuales cuyo principal fin es desafiar las leyes naturales), y allí les aseguro que la Corona española no tuvo nada que ver para que no plantasen viñas en Idaho, Ohio, Missouri, Utah o Wyoming.

Para rematar este comentario he decir que ignoro los motivos por los que en Lejano Oriente no hay viñedos. En principio podría deberse a diferencias culturales, lo cual no parece probable ya que sí hacen bebidas alcohólicas con otras frutas y con gramíneas. Es probable que la barrera orográfica que supone el Himalaya y que ha diferenciado tantos cultivos, haya sido el motivo, aunque el más probable sean simplemente estos factores climáticos que ya hemos expuesto.

Y en Sudamérica ¿Qué pasó?

Pues sencillamente lo mismo que hemos contado hasta ahora.
Es cierto que el truco utilizado por el clero para monopolizar dicho cultivo, argumentando que el vino, al ser parte del sacramento de la Eucaristía como sangre de Cristo, debía ser sagrado y por tanto no caer en manos profanas, funcionó bien en el Nuevo Mundo, pero no menos cierto es que dicha patente tuvo más fugas que un canasto de mimbre y mediante pagos y tributos más o menos encubiertos, la viticultura se fue desarrollando en estas tierras con notable fluidez, entre otras cosas porque la Corona y los virreyes sabían que el vino era un buen complemento alimenticio que los españoles necesitaban en su dieta y cuyo transporte desde Europa era poco menos que imposible, cuanto menos tan caro que solo los hacendados más prósperos podían permitirse el lujo de consumirlo.

El primer conflicto que se planteó fue la adaptación de la propia Vitis vinifera en un continente que contaba con poderosas viñas autóctonas (Vitis riparia, Vitis rupestris, Vitis labrusca, Vitis Berlandieri, Vitis cordifolia), capaces de transmitir terribles parásitos, pero inservibles para la elaboración del vino.

Hoy día es fácil cuestionar la competencia de aquellos botánicos que decidieron qué terrenos eran o no aptos para la viticultura, pero piensen que hasta hace poco más de un siglo que no se supo como hibridar ambas familias, de hecho fue de forma espontánea como lo hicieron dos cepas de Vitis vinífera y de Vitis labrusca (aun siendo una variedad primitiva, es la más evolucionada), por lo que, teniendo en cuenta que estas plantas son tan sensibles (un exceso de humedad provoca sistemáticamente una plaga de oidium que arrasa toda la cosecha), toda la zona tropical y subtropical, que fue donde se asentaron los primeros colonos, era tajantemente inviable.
Piensen que las viñas no son como el maíz que se planta en mayo y se recoge en septiembre, un viñedo tarda al menos cinco años en dar fruto, por lo que, antes de arriesgar toda una comunidad al posible éxito o fracaso de un cultivo intensivo de viñedo, era necesario contar con el mayor número de cartas ganadoras.

Digamos que el proceso es algo así. Se produce un asentamiento. Los monjes y hacendados, en sus cultivos de autoconsumo, plantan vides, naranjos, almendros y otros frutales que añoran en su nueva dieta americana. En algunas aldeas prosperan los olivos, en otros los viñedos y hasta llegan a establecer un pequeño comercio local pero que no va más allá de las haciendas limítrofes, por lo que no se puede considerar como una producción intensiva con control de la Corona.

Contemplando Hispanoamérica desde aquella distancia, en esa absurda pero comprensible visión global que para la Corona ofrecía el Imperio, había un elemento de vital importancia: la cordillera de los Andes, un gigantesco depósito de agua que permitía cultivar suficientes viñedos como para abastecer de vino a todo el planeta.

Climas que iban del más tórrido desierto de Atacama, hasta los hielos de la Tierra del Fuego, incluso en su vertiente oriental ya que las aguas andinas permitían el regadío de las inmensas llanuras de Mendoza, La Rioja, Catamarca, Tucumán, Jujuy, etc., terrenos áridos no aptos para cereal por clima, pero que, con un sistema hidráulico casi elemental viable al haber excedente de agua, se convertía en óptimo para el viñedo.

¿Les parece a ustedes razonable que, disponiendo de más de un millón de kilómetros de cuadrados de terruño óptimo para plantar viñas, su administrador permitiese que se perdiera el tiempo haciéndolo en terrenos de dudosa rentabilidad?

Parece tan obvio, que creo que queda claramente demostrado el motivo por el que el resto las regiones, hoy países, no fuesen plantadas con vides.Otro aspecto radicalmente diferente, es el problema de las competencias económicas.Es cierto que en 1595, el rey Felipe II frenó la expansión de viñedos en el Virreinato de Perú (Chile) porque necesitaba tener algo con lo que comerciar a cambio de las fabulosas cantidades de oro y plata que salían de aquellos territorios, pero también es cierto que con la muerte de aquel tirano psicópata y la entrada del nuevo siglo, los controles se relajaron bastante y prueba de ello es que a comienzos del XVII, un tal Hernán de Montenegro expandió la viticultura por toda la región andina.

Tampoco hay que olvidar que en América había numerosos conflictos entre los diferentes virreyes u otros mandatarios de la Corona que luchaban entre sí para atesorar colosales fortunas sin importarle lo más mínimo el desarrollo integral del Cono Sur.

Por ejemplo vemos en numerosos documentos como la Corona veta tajantemente la exportación de vinos de Chile hacia las colonias de mayor comercio, como Panamá y Guatemala, ya que sus precios y calidad hacían invendibles los que el propio Rey exportaba desde España (el cobro de impuestos sobre el vino siempre fue una importante fuente para las arcas reales y el control de las producciones de ultramar era casi utópico) y así imponía una política arancelaria, de la que por otro lado tampoco debemos alarmarnos ya que hoy día sigue practicándose igualmente en todos los países del mundo.

Como ya hemos visto, la costa atlántica no era favorable para el cultivo del viñedo (Uruguay empezó a producir a finales del XIX y Brasil hace apenas veinte años), por lo que tan sólo podemos hablar de la zona andina (ni tan siquiera del Virreinato del Perú o posteriormente del de Río de la Plata).

Contando con que trasladar los vinos de Mendoza hasta Buenos Aires supondría cruzar casi mil kilómetros de pampa, empresa casi milagrosa si tenemos en cuenta que no había ni caminos, es fácil comprender que aquellos primeros viñedos que plantara el sacerdote Juan Cidró en Santiago del Estero en 1557, así como las que vinieron después en Córdoba, La Rioja y Mendoza, no superasen el límite del propio autoconsumo local.

De hecho, no es hasta mediados del XIX cuando se empiezan a registrar documentos de este negocio, como son las importaciones de viñas bordelesas que hiciera Don Silvestre de Ochagavía Echazarreta en 1851, o la replantación de la finca El Trapiche por Don Tiburcio Benegas en 1883.
Prácticamente sucede lo mismo en la costa del Pacífico, aunque por otros motivos, ya que si bien el embarco de vino es relativamente sencillo desde los puertos de Valparaíso o El Callao, doblar el Cabo de Hornos era una empresa tan arriesgada, que aquellos primeros vinos que hiciese Don Francisco de Aguirre en la Serena en 1551 y en 1554, su yerno Juan Jufré en el valle Central, me imagino que se los beberían ellos, porque salvo algunos asentamientos como Acapulco o Culiacán, en esa costa no creo que tuviesen muchos clientes hasta que en 1776 se fundara la ciudad de San Francisco.

Bromas aparte, lo que es indiscutible es que, además de las medidas proteccionistas que pudieran imponer o no los reyes de España y Portugal para defender sus propios vinos, las limitaciones geográficas que suponía la ubicación de la cordillera de Los Andes, era ya suficiente impedimento como para que con los medios de la época, se pudiese llegar a lanzar una industria vitivinícola mínimamente competitiva.