EL CLUB DE TOBY
Cuando el otoño de la vida comienza a palparse en un caminar más lento; cuando ya es más importante saber qué medicamentos son eficaces para enfrentar los males y los dolores matinales; cuando las minas, pibas o chicas comienzan a ralear tanto como los pelos de la cabeza y las pocas neuronas que se mantienen vigentes, es hora de armar un Club de Toby.
Lo importante del club es que no sea cualquier viejo el que ingrese. En esto hay que ser selectivo. El nuestro, que se junta todos los lunes del año en Las Lanzas, tiene unos estatutos muy rígidos. Tenemos incluso algunos miembros (bueno, eso de llamarle miembros a nuestros congéneres de edad es sólo una broma) que llevan años postulando para ser socios de nuestro exclusivo club. La idea es que el grupo no se degenere ni disperse, Sólo cuando alguno se va al patio de los callados, se abre la posibilidad de que alguien renueve la lista. Si no juega brisca, dominó y cacho, más le vale que se busque otra asociación. Si gusta de los erizos y los riñones, es bien mirado. Si su mujer no lo deja salir las noches frías de invierno, a la segunda falta es degradado y debe pagar dos aperitivos a cada uno de los veteranos presentes en las reuniones.
Diez integrantes tiene nuestro club y ocupamos dos mesas para reunirnos. En una, los que aun gustan del fútbol y disfrutan comentar lo que vieron el fin de semana. En la otra estamos los menos deportistas y nuestra principal actividad es el pelambre. Ahí, en esta mesa, está Héctor, un viejo periodista que hoy recorre las calles de Santiago con un carrito que acarrea un pequeño estanque de oxigeno. Se saca de vez en cuando la mascarilla ya sea para comer, beber y darse una pitada de cigarrillo. Es liviano de sangre y bueno para los chistes. Bueno ahora se ha especializado en cuentos cortos, ya que le fallan los sopladores cuando está sin mascarilla.
Otro que no falta nunca es Octavio, un viejo cocinero que trabajó en lugares exóticos. El es el encargado de ponerle la nota sensual a las tertulias, con sus historias de islas caribeñas y mulatas. Incluso, tras pedir dos rusos negros, cuenta sus avatares amorosos en las gélidas tierras tras la ex cortina de hierro.
El tercero es Roberto. Un obeso mórbido que ofició de médico cardiovascular hasta que le vino su tercer infarto. Ahí jubiló. Él, con su santa paciencia y conocimientos, nos deriva a los fármacos antes de consultar al matasanos. Casi sordo, ama la carne asada y los perniles de chancho. “Coman sesos”, se atreve a recomendarnos. “Es la única forma de crear neuronas nuevas”, ríe, a sabiendas que nadie le hará caso.
El cuarto es Efraín, un ex vendedor de vinos y licores que se entusiasmó más de la cuanta con el Absenta y se volvió medio loco. Medio solamente ya que dentro de su cordura, es hábil con el dominó, la brisca y el cacho. “Me echaron de la casa, cuenta, cuando un día, endiablado con dos vasos grandes de Absenta, confundí a mi mujer con mi suegra”. “Me acusaron a la justicia y el juez me quería enclaustrar, no por curado, sino por huevón”, cuenta.
El quinto soy yo. “Peter Pan” me dicen en la mesa. Veterano de mil batallas aunque la decadencia y el aburrimiento me hicieron ingresar a este club de la cuarta edad. El problema es que aun me gustan las chicas aunque cada día mi agenda está más pequeña.
Los vejetes de la mesa del fútbol es una historia diferente que algún día les contaré.
El lunes pasado hacia calor en Santiago y estábamos dándole el bajo a un gran jarra de borgoña cuando comenzó esta historia. El loco Efraín, el del Absenta, de repente se quedó mirando con los ojos fijos y fuera de orbita una servilleta de papel y luego cae estrepitosamente hacia un costado. Roberto, el matasanos, le toma el pulso y comenta…
- ¡Si no lo llevamos al hospital, este huevón se nos muere!
¡Imagínense la batahola que se armó en Las Lanzas! Muchos clientes pagaron sus cuentas y se retiraron. Otros se fueron sin pagar. Don Manuel, el regente del lugar estaba alterado: ¡Les juro que hoy se acabó su puto club!, fue lo más simpático que nos dijo. Suerte la de Efraín ya que justo estaba pasando por el frente del lugar una ambulancia de una clínica siquiátrica. El gordo Roberto se para al medio de la calle y no la deja avanzar. ¡Soy médico!, grito. ¡Necesito urgente esta ambulancia!
Subimos a pulso a Efraín al vehículo de rescate y nos apretujamos todos en su interior (con tanque de oxígeno y todo). El chofer pedía a gritos que nos bajáramos de su máquina y el doctor le pone delante de sus ojos un antiguo salvoconducto que se había conseguido en la época del toque de queda. ¡Parte al hospital rápido huevón, le dice al chofer, después arreglamos!
Lo dejamos en la puerta del nosocomio y decidimos esperar allí por los resultados de la salud de nuestro amigo. El doctor jubilado, aun con sus influencias, se consiguió una salita de espera donde nos pusimos a jugar brisca con unos naipes que nos habíamos robado de Las Lanzas, cuando el amo del lugar nos conminó a retirarnos. Octavio, buen cocinero y ladrón, se apropió en el mismo lugar de una botella de ron barato, así que con las Coca Cola de la maquina expendedora, solucionamos el problema de la larga noche que se nos venía por delante.
Al rato nos importunaron los pacos de guardia en el hospital. Querían conocer detalles de la victima y la ocasión del suceso. ¿Alguno de ustedes maneja? Preguntó inquisitivamente uno de los uniformados pensando quizá en la ley talibana que rige ahora nuestras calles y carreteras. ¡Ninguno!, respondimos al unísono. ¡Nadie nos quiere dar licencia de conducir!
A las cuatro de la mañana había ganado dos casas, tres departamentos y siete millones en efectivo jugando una brisca con apuestas imaginarias. También había perdido a la Mathy, mi gato chino y una botella de Tatay de San Cristóbal que tenia guardada. A esa hora aparece una doctora que tras la nebulosa del ron la encontré apetecible y rica. Estaba a punto de desplegar mis dotes donjuanescas que acarreo en mi ADN, cuando ella me ordena silencio y nos comenta que Efraín sufrió una crisis diabética y que ya estaba estable.
- ¿Conocen a alguien de su familia?, preguntó la doctorcita.
- No directamente, le respondí. Nosotros somos su familia desde que lo echaron de su casa.
- ¿Pero?, mujer, hijos, nietos… ¿alguien que lleve su sangre al menos?
- ¡Nadie, colega! Gritó el doctor. Nosotros somos su familia y nos encargaremos de él.
- Está bien. Entonces, ¿quién paga la cuenta?
Nos miramos a los ojos y decidimos llamar a la bruja de su suegra. Mal que mal, él la confundió y la veterana debería estar feliz. Hicimos cachipún y fui el elegido para hablar con la vieja.
- ¿Señora Agustina?
- ¿Quién osa despertarme a esta hora?
- Soy Exequiel, señora Agustina.
- ¿Y quién eres?
- Soy amigo de Efraín y él está en el hospital. Acá requieren de su presencia ya que necesitan hacerle el Test de Elisa urgente para saber si usted esta contagiada.
- ¿Contagiada de que?
- Sida, señora. Mas vale la pena que venga de inmediato para descartar sospechas.
- ¿Sida? ¿A mi edad?
- ¡Es que Efraín me contó sus aventuras!
- Llegaré a las siete de la mañana. Gracias por avisarme.
La doctora miraba incrédula y muerta de la risa mientras yo conversaba con la hija de Tutankamón. Tras colgar le comenté que ella firmaría todos los cargos de Efraín. La verdad era que a la veterana siempre le había gustado el marido de su hija, pero por razones familiares lo acusaron a la justicia.
- Mañana tendrá la firma que necesita, doctorcita.
- No me digas doctorcita, dime Raquel.
- ¿Te puedo llamar uno de estos días, Raquel?
- Cuando quieras Exequiel.
- No me digas Exequiel, dime Exe.
- Como quieras Exe. Me tinca que lo pasaremos bien…
Amanecía cuando llegué a mi departamento. Me saqué los zapatos y dormí vestido. Sonreí antes de quedarme dormido ya que el Club de Toby permanecería indemne. La próxima sesión la haremos en el mini departamento de Efraín. Definitivamente queremos que sepa que no está solo. Por lo menos, en este club, entre viejos nos entendemos.
Exequiel Quintanilla