ROSSINI, EL MÚSICO
GOURMET
Gioachino Rossini
nació en Pesaro (Italia) en 1792
y murió en 1868 en Paris. Hijo de una cantante de ópera de segunda fila y de un
músico, vivió el mundo del canto y de la
música desde la infancia. Fue un niño
prodigio, estrenando su primera ópera en 1810, con 18 años. Siguió componiendo
sin pausa hasta 1829 en que a la edad de 37 años se retiró prácticamente de la
composición. Y es que el Señor Rossini era un vago como la copa de un pino y le
costaba ser disciplinado en su trabajo
de composición; terminó algunas de sus óperas en la misma noche del estreno y
siempre incumplía los plazos de entrega, escribía en la cama y en pijama y en
siete días era capaz de crear la más insólita y genial ópera. Se casó con la
soprano madrileña Isabella Colbran, la mejor de su tiempo, y juntos formaron
una pareja musical imbatible por todos los teatros de Italia y Europa,
hasta que se separaron.
En 1825 se traslada a Paris y allí se hará célebre no
sólo por su música sino también por sus fiestas y banquetes que eran ‘lo más de
lo más’ de la “buena sociedad”. Se
separa de su esposa y se junta con su
primera amante y luego segunda esposa Olympe Pélissier, mujer de gran belleza
que se ocupa de organizar los más fastuosos festines para Rossini a los que se
peleaban por asistir lo mejor de cada casa de la aristocracia francesa.
Cuando Rossini tenía 24 años de edad y ya era
considerado como el más importante de los compositores operísticos, recibió un
encargo del influyente empresario del Teatro San Carlo de Nápoles, el famoso
Doménico Barbaia. El encargo consistía en la composición de una ópera seria,
Otello. Barbaia puso a disposición del joven compositor un edificio de su
propiedad, el Palazzo Berio. Rossini pasó seis meses en el palacio dedicándose
a comer y beber en compañía de sus amigos, y según se dice, sin escribir ni una
sola nota. Barbaia sospechó que Rossini estaba divirtiéndose a su costa y
ordenó a sus criados que raptaran al compositor una noche y que lo encerraran
hasta que tuviera terminada la ópera. Condenado a trabajar mientras sólo se
alimentaba con macarrones hervidos y de agua, en veinticuatro horas terminó
Otello , desde la obertura al final (sic), una ópera en tres actos, pero cuyo
material original no consistía más que
en los tres primeros números. De este modo Barbaia accedió a liberar a Rossini.
Es preciso señalar que Barbaia no tenía ni la menor idea de música y no se
percató del engaño. Posiblemente la motivación de Rossini para engañar a
Barbaia fuera el verse privado de la excelente comida del Palazzo Berio, y lo
que el anecdotario alrededor de la génesis de Otello no nos dice si el
compositor revisó con mayor o menor profundidad esta ópera.
Cabe suponer que sí, y mucho, pues Otello es una
excelente ópera, y más aún, su tercer acto está considerado una auténtica obra
maestra.
Su vida está llena de leyendas gastronómicas, a él se le atribuyen frases
como: “el apetito es la batuta que dirige nuestras pasiones” o “comer y amar,
cantar y digerir; estos son los cuatro actos que dirigen esta ópera bufa que es
la vida”. Cuentan las leyendas que Rossini sólo lloró dos veces en su vida: una
cuando se murió su Padre y la otra cuando se le cayó un pavo trufado al Lago
Como (Italia). La anécdota de Rossini que más gusta es la que cuenta que el Barón Rothschild le mandó unos
racimos de las más exquisitas uvas de sus invernaderos, Rossini le contesto: “Gracias, su uva es excelente, pero
no me gusta mucho el vino en pastillas”.
A Rossini debemos una gran cantidad de platos, el
famoso “tournedos Rossini” una delicia
culinaria increíble. Rossini fue un sibarita y se hacía traer las más exquisitas
viandas y los mejores vinos de todo el mundo, amaba los embutidos boloñeses, los jamones de España o
el queso Stilton de Inglaterra. Pero sobre todas las cosas, Rossini amaba la
trufa blanca, el foie y los macarrones, se gastó muchísimo dinero intentando
crear la “máquina de los macarrones perfectos”, los que cocinaba con mimo: una vez cocidos
los inyectaba foie, uno a uno, con una jeringa, después volvían al fuego con mantequilla y parmesano. Otra de sus creaciones
celebres es el aliño Rossini: aceite de Provenza, mostaza inglesa, vinagre
francés, un poco de jugo de limón, pimienta, sal y, como no, trufas picadas muy
pequeñitas.
Uno de los mejores amigos de nuestro glotón compositor
fue sin duda el gran chef Antonin de Carême, un revolucionario de la cocina y
el pilar sobre el que se sustenta la cocina moderna. Fueron amigos muchos años.
Estando Rossini en Bolonia, Carême le envió
un paté de faisán trufado con una nota: “de Carême a Rossini” y este le respondió con una pieza musical
titulada “de Rossini a Carême”.
Rossini murió a los 76 años, gordísimo y tras pasar etapas maniaco-depresivas, hoy descansa
en Florencia en la Basílica de la Santa Croce,
junto a los genios italianos
Galileo, Dante o Miguel Ángel.
Dejó mucho dinero a su muerte, destinando una parte para crear un asilo
para músicos retirados.