miércoles, 30 de enero de 2013

EL PIRATEO DE LA SEMANA

HISTORIA DE LAS PAPAS FRITAS

Mucho se ha escrito sobre los orígenes de la papa como alimento de masas: que si Pizarro la trajo a Europa (en realidad fue su lugarteniente D. Pedro Cieza), que si Parmentier la hizo comestible en Francia, que si Sir Raleigh la introdujo en Inglaterra, pero en verdad nada de eso tiene el menor interés, porque hasta que no se inventó la papa frita, el miserable tubérculo no servía ni para tumbar bolos.

¿A quién le debe pues la Humanidad tan inconmensurable hallazgo?
Pues a doña Matilde, concubina a la sazón del párroco de Villapedre a mediados del siglo XVIII, quién a su vez era oriundo de Andujar, y tenía la sana costumbre de tener siempre en casa una tinaja de buen aceite de oliva de su tierra cordobesa.

Una noche que la brava asturiana no estaba para risas, cogió un par de aquellas llamadas turmas de tierra, que su prima le había traído de las tierras de Mondoñedo diciendo que con hambre hasta se podían comer, y, partidas a guisa de panza de calamar, las echó en aceite hirviendo, diciendo para sí: “A ver de esta revientas de una vez, andaluz de mal agüero.”

Pero el curita, a quién le habían dicho que el arzobispo gallego estaba por la labor de cobrar diezmos por aquella extraña trufa blanca, se puso como el Quico, y lejos de reventar, le dijo a su manceba: “Mati -así la llamaba en la intimidad del hogar-, desde hoy esta cenita la quiero todas las noches».

Dicen que poco después acertó a pasar por allí el legendario gastrónomo lucense J. de Candelucus, que volvía de la fiesta que habían dado los muchachos en el patíbulo parisino en honor de Luis XVI y su esposa María Antonieta y, al probar aquel manjar se sorprendió, pero como buen gallego, guardó el secreto para sacarle partido en mejor momento.

Al parecer fue años después cuando, en una noche de tiros y aguardiente, se lo dijo a su compañero de mus Antoine Augustin Parmentier, y aunque este hizo la prueba con mantequilla, el éxito fue tal, que la faz del mundo cambió.

Desde entonces y a galaxias de distancia, el planeta Tierra huele a papas fritas.

Por ellas los hombres luchan y mueren, y desde Alaska hasta Tasmania, en cualquier boliche del mundo por apartado que esté, siempre habrá un plato de papas fritas con que consolar al más miserable trotamundos.

No se crean que hacerlas es tarea fácil, porque desde que se inventaron las freidoras y el aceite de maravilla, conseguir un plato de buenas papas fritas, es más difícil que una buena terrina de hígado de pato al Armagnac.

Haber haylas en cualquier sitio, pero buenas ¡Ay Dios! eso ya es harina de otro costal.

Desde estas páginas reivindico su nobleza y protagonismo. Pido para ellas una cofradía gastronómica y un monumento de suscripción pública, y me comprometo a publicar una relación de restaurantes donde las preparen y sirvan como Dios manda.

Espero contar con la ayuda de todos ustedes. Deo gratias.