La delgada línea que separa la extravagancia del esperpento
Pepe
Iglesias, desde España
Hace algunos años, la revista Club de Gourmets
celebró su aniversario con una fastuosa fiesta a la que invitó a los que, según
sus calificaciones, en aquel momento eran los cien mejores restaurantes de
España.
Durante la cena, Juli Soler me anunció que
había descubierto al diamante en bruto que haría que su restaurante, El Bulli,
saltaría hasta lo más alto de la gastronomía mundial: Ferrán Adrià, un tímido
cocinero con ideas extravagantes que pondría al revés todo lo hasta entonces
conocido.
Fui, lo probé, y me dejó aturdido, pero no me
gustó.
“¿Tú crees que esto va gustar tanto como para
que la gente venga hasta aquí y pague esta salvajada?”, le pregunté a Juli, y
este me respondió: “Esta es una operación de marketing a gran escala. Tenemos
el suficiente respaldo económico como para mantener durante el tiempo que haga
falta el restaurante con pérdidas. Cuando triunfe en los medios, venderemos
muchas cosas”.

El gran proyecto que se escondía tras la
fachada del restaurante El Bulli, había dado fruto. Y como fortuna llama a
fortuna, en el 98 consiguieron la tercera estrella y El Bulli se convirtió en
un santuario.
Ya no había que vender comida, ni dar de comer
a los clientes: uno iba a El Bulli para tener una experiencia gastronómica, no
para disfrutar comiendo. El Bulli se había convertido en una macro estructura
financiera, editorial, alimentaria, ceramista, cultural y no sé cuántas cosas
más, de la que el restaurante tan sólo era la cabecita del iceberg, la puntita
visible, el cartelín de la fachada, un restaurante que gana dinero a manos
llenas pero que si perdiese millones, tampoco pasaría nada, porque su imagen
genera más beneficios que las amorosas sonrisitas de Beckham.
Juli Soler había triunfado. Había pulido su
diamante en bruto hasta llevarlo a la portada del Times. Su gran proyecto de
marketing había triunfado.
Pero, ¿se han fijado ustedes que desde que he
empezado a hablar de El Bulli no he hablado de cocina?
La última vez que comí en El Bulli fue en 1999
y juré no volver a hacerlo, porque salvo unos tagliatele de gelatina de
tartuffi, el resto de los platos me parecieron absurdos, incluso alguno
deplorable, pero entre los críticos que participaban de aquella mesa, hubo
algunos que levitaron, precisamente con algunas de las creaciones más
rocambolescas e incomibles.
Y con esto entramos de lleno en drama.

Me decía un gran cocinero asturiano: “Pepe, es
que Rafael García Santos me ha dicho que para mantener mi calificación en su
guía, tengo que presentarle cada año diez platos radicalmente nuevos ¿Tú crees
que yo puedo dedicarme a la investigación, como hace Adrià, que cierra seis
meses para diseñar nuevos platos, so pena de perder puntos en una guía?”
.Y aquí abordamos la realidad ¿Qué está
pasando? Pues que estos cocineritos sólo ven la fachada, ese cartel de El Bulli
que sale en todos libros y revistas, pero no saben que detrás de Ferrán Adrià
hubo un genio del marketing llamado Juli Soler, un montón de millones y muchos
años de profesión, dirigidos hacia un objetivo concreto que nada tenía que ver
con vivir de un restaurante y de un oficio.
El resultado es que miles de jóvenes están
siguiendo la estela de Adrià, sin comprender que Ferrán se ha convertido en el
flautista de Hamelin y muy pocos recuerdan como acababa aquel cuento, aunque
muchos de ellos ya se han despeñado por el abismo.
No desprecio en absoluto a Adrià, al
contrario, lo admiro, lo respeto y lo ensalzo, porque ha llevado la imagen de
la cocina española a la portada del Times.
Gracias a Ferrán, España está en lo más alto
del podium mundial.
Tampoco le critico por haber arrastrado tras
sí a miles de chavales a la ruina, él hizo su negocio y el que haya elegido el
camino de la copia, pues cargue con sus aperos.
Sólo expongo la realidad que estamos viviendo:
un cocinero tiene que pensar en cómo hacer felices a sus comensales, no en lo
bonita que va a salir la foto de su último plato en la revista o TV de turno.
Dentro de aquel movimiento evolutivo que
supuso la Nueva Cocina, era muy frecuente ver como se caía en la extravagancia,
pero era un pequeño riesgo que había que correr del mismo modo que ese artista
que quiere ir a la moda y se cuelga un pendiente de brillantes para dar esa
nota extravagante que roza el límite del buen gusto.
Pasándose de la raya, se llega al esperpento,
como cuando Elton John se pone esas gafas romboidales con cristales de color
rosa.
Hace unos días, en un menú que nos sirvió
Ramón Freixa en su comedor del hotel Guadalpín, nos puso una Tempura de flores.
Realmente las flores no tienen un sabor agradable, salvo excepciones como las
de acacia. Poner algunos pétalos en una ensalada o una guarnición es un detalle
elegante, precioso. Poner como entrada un tempura de flores, es una
excentricidad, algo simpático, un divertimento. A continuación nos sirvió un
caviar Beluga sobre una crema de coliflor y lo adornó con una hojita de pan de
oro. El oro no tiene sabor, pero contando con que el caviar ya supera una
montonera de euros, pues poner un adorno de oro, es una excentricidad, un ir
más allá.
Hace algunos años, Ferrán Adrià, me sirvió una
empanadilla de aceite de oliva. Aquello era un esperpento, una majadería. Según
alguno de comensales, era una virguería culinaria, un malabarismo, una
acrobacia casi inverosímil de realizar, pero ¿y el output? Aquello era una
porquería, sobre todo teniendo en cuenta lo fácil que resulta mojar un trozo de
pan en un platillo con aceite y sal y, sobre todo, lo rico que está.
Como decía Joaquín Merino en su libro Titanes
de los Fogones: “… soy uno de esos hipócritas que, tras proferir unos “ohes” y
“ahes” de rigor ante la tortilla deconstruída, se pregunta para qué mierdas
hacía falta deconstruirla, si es tan rica la de siempre.”