¿Qué diablos hago con un taladro?
Que me perdone don Casimiro, pero a
decir verdad el subtítulo debería ser “¿Qué mierdas hago con un taladro?”, ya
que a mi edad andar haciendo perforaciones no son, por así decirlo, parte de
mis aficiones o funcionalidades. Mi paquita también se reía al teléfono cuando
le conté. Resulta que los niños, mis hijos, no encontraron nada mejor que
regalarme un taladro para el día del padre. ¿Insólito? Para ellos no. -Es
práctico papá, dijeron a coro.
Me senté en la silla de la cocina y abrí
la cajita. Venía con mil y un aditamentos para hacerlo funcionar. Pensé que
sería útil como para hacerle hoyos a los picarones, pero esos los hago mejor
con el dedo índice. También pensé ocuparlo para moler nueces pero, ¿cuándo hago
eso? Podría servir para batir leche Ideal, pero no me gusta esa leche (ni
ninguna). En fin. Antes de cerrar la cajita probé el aparato. Lo enchufé y
apreté del gatillo. ¡Que potencia! Me dio envidia ya que me acorde de mis años
mozos. Lo apagué y desenchufé. Me di por vencido. Puse todos los papelitos en
la caja y la cerré, mientras pensaba dónde guardarlo ya que potencialmente es
un elemento dañino.
El problema era que tenía que encontrar
bonito y práctico el maldito taladro. Sería feo pedirles la boleta y cambiarlo
por otra cosa. Me había pasado el año anterior con media docena de unos
chillones calcetines verdes. Hacía frío el domingo y habían llegado todos
temprano a saludarme. Como ellos también son papis, debían luego almorzar con
sus respectivas mujeres e hijos. A mediodía estaba desocupado. Bueno, no tanto,
ya que mi brazo derecho acarreaba una maletita con un odioso taladro mientras
le encontraba un lugar para su descanso eterno.
Habría partido feliz donde mi paquita
pero ella estaba cuidando a unos sobrinos cuyos papás se habían ido a celebrar
el día del padre a Buenos Aires. Si me cuesta soportar a los propios, los
ajenos sencillamente no me simpatizan. Así que por odioso y mañoso tuve que
quedarme solo, aunque no pretendía pasarlo mal.
¡Un catedral a la vena! Le ordené al
mozo luego de que el taxi me dejara en la puerta del Alto Perú, allá en la
calle Seminario. Me senté en una pequeña mesa pegada a una chimenea que sirve
únicamente de decoración. Llevaba mi block de notas ya que quería empaparme y
escribir algo sobre la arquitecta Pérez, después llamada “La Quintrala”, cuyos
aposentos estaban muy cerca de mi mesa. Quería saber qué se siente ser culpable
cuando se alega inocencia o ser inocente cuando buscan culpables. Tenía tiempo.
Mi sour, prohibido por los matasanos debido a los malditos triglicéridos,
estaba de miedo. El comedor era una zalagarda de papis, mamis y sus
correspondientes malcriados mientras yo, con lápiz y papel en mano derecha y
pisco sour en la izquierda, comenzaba a planear cómo iniciar mis escritos sobre
la Quintrala.
Cuando pedí mi segundo catedral ya tenía
medio resuelto el problema de cómo partir con la nota. ¿Algo para comer?,
preguntó el mozo y luego de ver la carta me decidí por un piqueo frío de
mariscos. Total, si me suben los triglicéridos bien vale también sufrir con la
gota, esos cristalitos de ácido úrico que de vez en cuando me recuerdan lo
dañino de algunos mariscos. Aunque a decir verdad, estaba solo y celebrando mi
día.
Cebiche, pulpo, tiraditos variados,
camarones y un cuantuay tenía mi plato. Me olvidé un rato del plan inicial y
gocé un plato sabroso y rico. Harto condumio y sazón, pensé. Peruanísimo. La
presentación eso sí, algo demodé. Onda conchitas de ostiones y copa de vidrio
para los camarones. A decir verdad, lo encontré hasta medio antihigiénico. Pero
allá ellos con sus presentaciones, si nadie les dice nada y el plato es rico…
¿para qué variar?
Papis, mamis y prole ya se habían
retirado en su mayoría cuando me percaté que estaba oscureciendo. Esto de la
Quintrala me tenía absorto. Pero tarde no era. Llame al mozo para que limpiara
la mesa y se llevara mi plato a medio terminar y pregunté por los postres. Me
los tienen prohibidos por una incipiente diabetes que ronda mi cuerpo. Suspiro
de limeña fue mi bendita ocurrencia. Eso y un dedito de etiqueta negra. ¡Un
dedito nada más! Le indique al mozo mientras cubría con whisky los hielos del
vaso.
¿Y si yo le hubiese vendido el taladro a
la Quintrala? ¿Qué diablos habría pasado? ¿Habrían aparecido cabezas trepanadas
en la calle Seminario al igual que en el hospital de Talca? Los celulares y las
balas se pueden detectar, pero ¿los taladros?
Ahí me percaté que el alcohol había
llegado a mi cabeza. Me estaba poniendo sádico, inhumano, bestial, cruel,
sanguinario y cómplice de asesinatos que no había cometido. Hora de retirarse,
reflexioné, y le pedí a mi gentil mozo que llamara un radiotaxi. Pagué la
cuenta y le dejé una generosa propina por trabajar un día en que todos andaban
de fiesta. No hay caso con la comida peruana y su sour.
Cuando regresé al departamento me di
cuenta que había olvidado el celular. En realidad no lo uso casi nunca pero
tenía trece llamadas perdidas. No quise devolver la llamada a nadie (por la
mala suerte del número trece). Me tendí en la cama y me acordé que debajo de
ella había dejado el taladro demoniaco.
Mañana mismo lo cambio por dos frazadas…
fue lo último que logré pensar antes de quedarme profundamente dormido.
La soledad, a veces, es desquiciante.
Exequiel
Quintanilla