VINO CON LECHE CONDENSADA
Este trago fue popular entre los años ochenta y
hasta parte de los noventa, por allá por los restaurantes y bares de Mapocho,
Independencia, Recoleta y Vivaceta, muchos de los cuales ni siquiera existen
ya, consumidos en el incienso del tiempo. Chupilca de leche, le decían algunos.
Quizás no fue una vedette de barras populares, como hoy lo es un pipeño, un
terremoto o un schop, pero su presencia se notaba en aquellos años entre los
chimberos.
La
combinación puede resultar, para muchos, extraña e impropia: vino tinto, leche
condensada y, a gusto de algunos, un leve espolvoreo de canela o gotitas de
esencia de vainilla o canela. La caña adopta un color amoratado y rosáceo, como
un magenta aclarado, razón por la que en algunos lados este trago es
sugestivamente llamado Pantera Rosa, Juanito Rosado y otros nombres raros que
siempre llevan su color por apellido. Como existe el peligro de irse por lo
dulce, la preparación recomendada era un tarro de leche condensada por cada
litro de vino, bien batido. Servir frío, de preferencia.
Sé
que la mezcla no suena bien, pero no se puede entender sino hasta que se
prueba. Supongo que hay que tener algo de guachaca en el alma, por supuesto:
quien esté acostumbrado a los tragos de sabores suaves pero de humores
alcohólicos fuertes, no encontrará nada semejante en su banco de memoria y,
probablemente, el gusto de este ponche sea demasiado agresivo para su paladar.
En lo personal, sin embargo, no lo considero tan dramáticamente distinto a lo
que a nosotros nos podría parecer el ponche de huevo navideño gringo o, para un
turista, las primeras sensaciones de un cortejo con nuestra querida Cola de
mono.
Quizás,
fue esta curiosidad en la combinación de ingredientes lo que condenó al olvido
a este ponche, que ha perdido terreno entre los bares rascas santiaguinos,
incapaz de competir con otros tragos más populares y de aceptación más
generalizada. Los más experimentales tragos a base de vino, en general, han ido
quedándose cada vez más atrás en esta competencia en las barras, guardando
refugio en el consumo más doméstico: los licuados con harina tostada, con
lenguas de erizos o moluscos, los ponches de culén y de frutas, la veterana
chupilca y esos jotes tan poco refinados, son especies amenazadas en el
comercio regular de la ciudad. Sólo terremotos, navegados y borgoñas criollos,
más tradicionales y arraigados, parecen salirse de este anatema de desprecio a
la coctelería extravagante basada en vinos.
Pensé
que ya había desaparecido la oferta del ponche de leche condensada, pero mi
amigo Lucho, muy avezado en las aventuras que un treintón soltero podía vivir
en el ex barrio de La Chimba, me jura de guata que aún sobrevive en algunas
quintas y barras de Independencia y de Recoleta, aunque con algunos nombres
extravagantes. Según él, la caña anda por ahí por la luca y media, o algo así.
Lamentablemente, un local que alguna vez ofreció este brebaje en Avenida La
Paz, ya no existe o bien sacó tal pócima de sus cartas, pues no pude
encontrarlo.
He
hallado, sin embargo, algunas referencias en internet sobre el ponche de leche
condensada. Al menos allí sigue vivo. Considerando nuestra costumbre nacional
de hacer las mezclas más inauditas con el vino, y tomando en cuenta que ya
tenemos un trago típicamente chileno hecho a base de vino blanco, como es el
terremoto, quisiera fantasear con la posibilidad de que la sociedad capitalina
pueda ponerle algún cuño especial al vino tinto con este sabroso ponche, que
sale de las monotonías de los borgoñas de frutilla, navegados u otras
preparaciones parecidas. (JAE)