MI VECINA VEGANA
Vivir en el centro
tiene sus beneficios y también muchas desventajas. De partida, todo a mano y
basta caminar tres cuadras para encontrar lo que necesites, ya sea una
farmacia, una sanguchería, un restaurante peruano, un café con piernas o un asalto.
Eso de los asaltos es común, pero como Lulú, la chica del piso 20 me lo había
advertido, trato de guardar mis huesos temprano para no meterme en líos,
problemas o vicisitudes varias que se viven en el kilómetro cero de nuestra
ciudad. El sábado pasado tenía hambre y antes de regresar a casa pasé por el Súper a comprar algo con que alimentarme y algo (también) para pasar la sed. Encontré –en el pasillo de las carnes- dos chuletas de chancho grandecitas, que compré para acompañar un puré de caja que tenía en la cocina. Un tomate y una bolsita de ají rojo fue el resto de los “sólidos” que adquirí, sin contar los líquidos, ya que estoy llenando esos espacios para las botellas que tienen los departamentos “modernos”. Cuento corto para no aburrirlos, como a las nueve de la noche estaba friendo mis chuletas de chancho y mientras desprendían su grasita, cataba un rico Sideral de la viña Altaïr, que me había llegado de regalo.
La paz reinaba en mi nuevo
hogar hasta que alguien golpea la puerta ya que había desactivado el timbre por
los constantes y repetitivos “rin rin raja”. Al abrirla me encuentro con una
lola con cara de descompuesta y cargando un perro chico, de raza indeterminada.
-
Perdón, señor, -dice, - pero no puedo
soportar el olor a esa asquerosidad
Hice un ademán de oler
mi copa, pero ella se encrispó aún más
- No hablo de su vino, señor. Es su cochinada que está friendo y traspasa las paredes.
- ¿Y?
- Es que soy su vecina, no soporto la carne y menos que coman seres vivos.
- ¡Pero este chancho estaba muerto cuando yo lo compré!
- ¡No me responda huevadas, señor! ¿Podría al menos abrir las ventanas de su departamento?
Ella se quedó en la
puerta mientras yo hacía una corriente de aire abriendo las ventanas y echando
un spray para los olores. Como a esas alturas las chuletitas estaban listas,
apague el gas y las metí dentro del horno. Realmente mi vecinita estaba bien
rica y el hambre que tenía se fue apagando a medida que contemplaba su tersa
piel juvenil. Un puede comer todos los días, pero conocer ricuras no es asunto
diario.
-
Espero haber cumplido tus deseos –dije,
al menos podrías decirme tu nombre ¿no?- Gracias caballero –respondió, mientras su perro estaba inquieto y miraba con ojos lascivos mi cocina.
- ¿Cómo te llamas? ¿Desde cuándo vives acá? ¿No te gusta la carne?
Sin soltar al perro dio
dos pasos al interior de mi cuchitril y me contó que se llamaba Sandra, que era
vegana y que vivía desde marzo al lado mío, ya que era de Talca y estaba
terminando Veterinaria. –Por eso este perro –lo señaló. Lo encontré en la calle
en una protesta.
-
¿Comes puras lechugas? ¿El animal hace
lo mismo?
Encontrar una vegana
simpática es como sacarse la Lotería y el Loto juntos. Sandra era conversadora
y entretenida. Habló de proteínas, de vitaminas y lo bien que hace dejar la
carne; pero también de sus estudios, de su futuro y sus gustos personales. Bebimos
un par de copas de Sideral y la convencí que cenáramos juntos. Ella –sola por
el momento- fue a su departamento y regresó con una fuente de quínoa con
tomate, cebolla y aceitunas. Calenté –para mí- una chuleta y le agregue quínoa.
Ya un poco mareada con la segunda botella de vino, se rió cuando le puse al
perro la chuleta restante. Era sábado… y el domingo se descansaba.
-
Mira, decía riéndose, mientras el perro
–que nunca supe su nombre- se acomodaba como gusano de tierra en la alfombra
con el fin de dormir luego de engullirse la chuleta. –El vino se hace con uva;
el vodka con papas y trigo; el whisky con cebada… Todo natural… todo vegano…
¿cachai? - P’tas, me curé y aun no se tu nombre… ¿Cómo te llamai, viejito lindo?
Cuando le dije que me
llamaba Exequiel, pero me decían Exe, ya estaba durmiendo con los brazos
cruzados bajo su cabeza en el pequeño espacio que hace de comedor. No podía
dejarla allí ya que los taburetes no son precisamente cómodos. Mojé mi mano con
un poco de agua y le di una palmadita en la cara para despertarla. Abrió un ojo
y me dice que la lleve a su casa… que en la muñeca de su mano izquierda tiene
la llave del departamento.
Los departamentos, uno
al lado del otro, son exactamente iguales, así que la dejé en la cama, vestida,
tapándola con una frazada que encontré entre su femenino desorden. Salí sin
meter ruido y al llegar a mi bulín recordé que el perro aun dormía sobre la
alfombra, pero no tenía posibilidad de regresarlo donde su ama. Fue la primera
vez que duermo acompañado en mi nuevo hogar en el centro de Santiago. Espero
que la próxima sea sin tanto pelo.
Exequiel
Quintanilla