EL CITÓFONO
Una cosa es desconectar
el timbre debido a los múltiples rin rin raja, pero la otra es sacar de
circulación el citófono que está al lado de la puerta de entrada de mi pisito
en pleno centro de Santiago. Como bien saben -y se los recuerdo a quienes no
leyeron mis textos anteriores-, la crisis (la de mis hijos) fue la causa que me
viniera a vivir a un pequeño departamento a cuadras de la Plaza de Armas, cosa
que me tiene algo alterado, nervioso, preocupado y –por qué no decirlo- enojado
ya que me sacaron del Edén perfecto que era mi querida Ñuñork.
No me atrevo a salir
demasiado ya que no he podido entender las calles ni a los que transitan por
ella. No logro compenetrarme con esa multitud que habla con acentos que no
ubico y tienen diferentes colores de piel. No es que me moleste, pero hay que
acostumbrarse… y eso requiere tiempo.
Pero vayamos al grano:
desde hace una semana al menos y mientras duermo, suena el citófono de mi
palacio. Despierto y medio atontado voy a contestar. Al decir “Aló” me
preguntan: ¿Yovana?
¿Yovana?..., ¡qué
nombre! Al principio les decía que estaba equivocado, pero luego de despertar dos
veces cada noche y respondiendo cada vez peor a los que buscaban a Yovana, me
comencé a empelotar. Pasaron tres noches y siete llamados al citófono para
entender que el asunto se estaba poniendo difícil y debía hablar con los
conserjes.
Cuento corto, la tal
Yovana vivía en el 1702 y yo en el 1602. Un piso más arriba y sus visitas
llamaban a mi citófono ya que la iluminación de la botonera donde están los
timbres es pésima. Carlitos, el conserje, me contó que Yovana era nueva, más o
menos de 30 años, morenita y de buen “diseño”. ¡Está como para conocerla!
–dice, mientras hace un gesto de enroscar el bigote con sus dedos…- ¿Quién es?
- Soy Exe –le digo- vivo exactamente debajo de tu departamento y tus amigos llaman a mi citófono a cada rato. ¿Podemos conversar?
- Per..dona –tartamudeo. Por supuesto que sí. A qué hora quieres venir.
- No estoy pidiéndote hora. Quiero solucionar el problema del citófono. ¿Te gusta la comida china?
Como era domingo, lo
único abierto en el sector era un boliche que vendía comida china a domicilio.
Tras su anuencia, pedí wantanes, arrollados primavera, chapsui de pollo y un
lomo mongoliano. De mi refrigerador saqué una botella de espumoso y la metí en
una bolsa junto a dos botellas de merlot que había encontrado días antes de
oferta en el Súper. Endilgué mis pasos por la escalera y tras 17 exactos peldaños
(TOC le llaman algunos médicos) llegué a su puerta… que también tenía el timbre
desconectado.
Yovana era tal cual me
la había descrito Carlitos, el conserje. Tras los saludos de rigor y las
excusas pertinentes, nos pusimos a comer y beber, cosa que bien hago cuando
estoy acompañado. Poco a poco la morocha comenzó a relajarse y a reírse,
contándome desde su paso por el colegio de monjas hasta su ocupación actual,
que por cierto es bastante lucrativa. Y pareciera que lo es, ya que de bajativo
sacó de un armario una botella de Benedictine, de la cual ella bebió una copa
en mi nombre y yo en el de ella (el verdadero).
-Es difícil trabajar en
el ambiente y llamarse María José –me había dicho-, pero eso no le quita ni le
pone a que me guste la buena comida y la buena bebida.
Era tarde cuando me
despedí, quedando de acuerdo en pensar cómo solucionaríamos el problema del
citófono. Estaba acostándome cuando siento unos golpes en la puerta y al abrir
me encontré con Yovana vistiendo una bata de color blanco y una milagrosa
pastillita de color azul -la octava maravilla del mundo- en la palma de su mano
(como en las películas, pero les juro que es verdad). Mientras parpadeo para
saber que no es un sueño, la escucho decir:- ¿Qué tal si arreglamos el problema del citófono ahora y ya?
A nadie la falta Dios…
Exequiel
Quintanilla