EL RESTO DE MI VIDA
“Te
quedan siete años de vida”, me dice una estupenda rubia k (eso es decir
Koleston…o sea rubia química) que conocí
el otro día durante el partido Chile- Alemania por la copa Confederaciones.
Estábamos en La Chimenea y como ahora estoy de solterón, ya que a mi paquita la
enviaron por un tiempo a Caracas para vigilar la Embajada, voy donde quiero y
regreso a la hora del níspero a casa. A la rubia en cuestión no la conocía pero
hicimos buenas migas. Limpió mis manos con crema antes de analizarlas. Ni a
pesar de lo limpias y tersas que quedaron me regaló un minuto más los siete
años.
-¿Te
dedicas a esto?
- No, Exe. Me gusta ver y tocar tus manos, explicó mientras las acariciaba antes
de comenzar a leerme las líneas.
Le
dije que siete años era una eternidad. Yo, que vivo cada instante que pasa, cualquier
día de estos voy a parar las chalas. Ella, encantadora, reía. Nadie le había
explicado la vida de tal manera. Bebíamos ron y pedimos otro. Mi Nirvana estaba
cerquita de ella y recién comenzaba el atardecer.
Regia
ella. Con un vestido cortito y calzas de lana me pregunta dónde podríamos
cenar. Le ofrecí los condumios que estaban cerca de mi depto, pero ella quería
fiesta en el barrio alto. “Vamos donde el Minsu Bang”, me insinuó. Yo no tenía
idea quien era el famoso Minsu y tampoco tenía ganas de salir de mi barrio. -“Yo
te llevo y te traigo”, fueron sus acertadas palabras mágicas. Apagué mi celular
–por las dudas- y partimos a celebrar el segundo lugar en la Copa.
Partieron
bien estos siete años de vida que según ella me quedaban. Estacionó su 4x4 en
los bajos del hotel Inter-Continental y luego me llevó a una especie de
pirámide de vidrio.
¿Es
tu papá?, le preguntaban las amigas que se encontró en el boliche. Yo, un poco
tímido, miraba los rincones de un lugar algo oscuro, ideal para una
conversación de a dos. También me percaté que la edad promedio de sus
parroquianos era bastante inferior a la mía. ¡Con razón mi compañera de
aventuras me dio siete años de vida! Sería como mucho seguir conquistando
corazones cuarentones cuando con cueva me funciona una parte del cerebro a
estas alturas de mi vida.
Pero
había que gozarla, y partimos con un mojito con ron blanco. Habíamos bebido ese
mismo licor toda la tarde y es dañino cambiar de alcohol. Teníamos hambre, así
que el famoso Minsu nos recomendó unos Edadame, que son unos porotos de soya
con su vaina, salteados al wok con sal gruesa. Ni nos percatamos cuándo el
plato estaba vacío, ya que es una delicia compartirlo mientras se comienza una
amena (y seductiva) charla. Luego, y siempre bebiendo mojito, ella pidió un
Sashimi mixto, con una selección de los mejores cortes de pescado del día. En
la mesa, la infaltable soya, que le otorga carácter a todo sashimi. “De ensueño
todo esto”, me susurró al oído. Allí en las penumbras de una mesa ubicada en un
discreto rincón dimos rienda suelta a nuestra glotonería. Como habíamos quedado
con apetito (intestinal, no del otro… por el momento), acerté con pedir el
Butayaki, una de las atracciones del lugar, ya que finas láminas de pierna de
cerdo salteadas con zanahorias, repollo, cebollín en salsa picante Gachujang y
crispys, todo ello sobre crujiente pan de campo, y con un picor de esos
calentones, quedamos listos para pedir la última ronda de mojitos antes de
regresar a la triste y dura realidad.
El
postre fue como un trago amargo. De la noche a la mañana mis dotes de
conquistador se transformaron en atributos de abuelito. El brownie de chocolate
blanco con sopa inglesa me pareció antiguo. A decir verdad, había envejecido
tras esta aventura.
Prendí
mi celular y me encontré con catorce llamadas perdidas de mis hijos. Ahora,
como estoy sin que nadie me vigile, ellos se encargan de joder la pita. ¿Y si
les cuento que me encontré con una sobrinita que necesitaba consejos?
Era
medianoche cuando pidió perdón por haberme secuestrado durante casi todo el día
y me regaló un suave beso en la mejilla. Mareados como estábamos, pidió un Uber
en su nombre para trasladarme a mi departamento céntrico. Al despedirnos sentí
por última vez su aroma. Pensé que había llegado la primavera…
¡Hasta
los viejos soñamos!
Exequiel Quintanilla