VIEJITO PASCUERO,
ACUERDATE DE MÍ…
Nada
me parece más exótico y extraño en nuestra cultura que el “Viejo Pascuero”,
nuestra alteración adaptada del tradicional San Nicolás, Santa Claus (Klaus) o
Papá Noel que llegara a instalarse a América Latina desde los países del
Hemisferio Norte. Inspira un poco de burla y crueldad verlos vestidos en pleno verano
a la usanza del más frío de los inviernos. Una cadena de tiendas incluso ha
colocado unos hombres de nieve plásticos en la entrada de sus locales. Allí también
verán a los Viejitos asándose casi hasta el infarto bajo el sol estival;
cociéndose vivos en su propio sudor, dentro de trajes rojos de telas tan
delgadas y frágiles como el burdo intento de simular al personaje original del
invierno anglosajón lo permita, aunque nosotros debamos conformarnos con renos
de cartón o de polietileno.
Creo
que ni siquiera nuestra idiosincrasia va con el tierno viejito navideño. Sentar
un cabro chico en las piernas es -, acá en Chile-, inmediata sospecha de
pedofilia. Mis padres recuerdan cómo uno de los “viejos pascueros” de la Plaza
de Armas, a mediados de los setenta, se agarró a puñetes con otro Viejito del
gremio porque éste le ocupó su trineo para tomarse una foto con uno de los
niños que se creían el cuento. En medio de la violenta pelea, los niños
presentes estallaron en llanto al ver a dos émulos del espíritu de la Paz y el
Amor en la Navidad reventándose a combos, con chuchadas y amenazas incluidas.
Luego de los trajes rojos, pasaron los de trajes verdes (una pesadilla para
daltónicos) y sólo entonces se recuperó el orden y se restauró el sentido de
nuestra Pascua de Navidad.
El
Viejo Pascuero es, de alguna manera, lo que queremos ser (más de lo que en
realidad somos), como tantos reflejos de la actual ciudad. Nos encantaría tener
saludables hijos rubios, de cachetes rosados y futuro asegurado, colgando
calcetines alrededor de la chimenea encendida. Cuánto nos gustaría, también,
tener invierno en diciembre (pero manteniendo el sol en vacaciones de verano,
se entiende) y andar con bufanda por la calle mientras le tiramos migas a los
renos, en vez de las palomas, porque la verdad es que ni a nuestro querido
huemul lo podemos ver en vivo.
Los
centros comerciales dan trabajo, al menos, a las personas que personifican al
Viejo Pascuero en las galerías y tiendas. Otros prefieren la “cacería” de niños
entusiasmados con la farsa del viejo de los regalos, asechándolos en algún
rincón decorado de rojo y verde para robarles una foto. La pagarán los papás,
que son, coincidentemente, los grandes responsables de mantener el mito
comercial del Viejo Pascuero, pues, en este mismo cinismo, no existe atrocidad
más horrorosa en la paternidad que negarle al niñito la existencia de este gafe
navideño, pecado que lo convierte a uno inmediatamente en el propio Grinch. A
un hijo se le puede castigar, alimentarlo con bolas de grasa frita o dejarlo
fumar a la salida del colegio; pero confesarle la inexistencia del Viejito, equivale
a robarle la niñez.