DE PETRUS A CLOS DE
PIRQUE
“El
otro día descorchamos un Petrus, un amigo lo trajo de Francia y lo bebimos:
¡eso es tocar el cielo, qué delicadeza, qué seda!, me cuenta engolosinando la
voz. A continuación, recapacita: son etiquetas que te suben el ego y te vacían
el bolsillo. Nos llenamos la boca con aburridísimas discusiones sobre
variedades de uva, cepajes y maridajes, cuando ni siquiera sabemos qué estamos
bebiendo.”
Si
hablar de seda, untuosidad y cepajes es un incentivo para que quien pueda y
quiera, está perfecto que se gaste miles de pesos al año en vino. Bendito sea.
Viva la palabrería y el desenfado, aunque no se tenga ni puta idea qué está
bebiendo.
¿El
problema? El rechazo que esto provoca y la imagen que se forma ante el resto,
pobres mortales comunes y corrientes que no metemos botellas ni siquiera de 10
lucas en el carrito de la compra (a no ser que sea comprarle un regalo a
alguien importante), ya que a fin de cuentas somos mayoría, y que si bien por
envidia, falta de ganas, o simplemente dejadez nos guarecemos en otros placeres
y bebidas dejando el tinto y el champagne verdadero en manos de los acaudalados,
que son los que tienen la plata y valor para pontificar copa en mano.
Porque
hay que saber de vinos, porque es caro, porque tiene mucho de soberbia, porque
es de gente mayor, porque está de moda, porque no sé qué pedir, porque llega
gratis, porque no entiendo… porque el
IVA y el ILA los encarece y todo lo demás. Y todo lo demás que son excusas,
frases y disculpas que escucho cuando pregunto a alguien si le gusta o si
habitualmente compra vino caro, ya que al menos en Chile bebemos en casa
precio, marcas, moda -y de repente- comprar etiquetas que tengan una que otra medalla ganada en un concurso
en Siberia o Tayikistán.
El
vino hay que beberlo, y punto. Ni clase ni dinero. Ni el guaripola de los
guachacas ni Rockefeller. Ni seda ni delicado. Ni descripciones engolosinando
la voz. El vino es mucho más simple que eso.