MEDALLAS Y VERDADES
Hace
años que nos llama la atención esto de la gran cantidad de medallas que otorgan
los concursos de vino, donde claramente ninguna etiqueta se repite entre los
diversos certámenes. Para el lector común y corriente, en que el vino sólo es
un placer y no un líquido sometido a exámenes sensoriales y papilares, los concursos
–y las guías- no son más que una forma de alimentar los egos de los enólogos y
viticultores, ya que en muy pocos casos ven un incremento en las ventas de su
producto “premiado”.
Un pequeño ejemplo: “En 2015 se presentaron a competir
16.000 muestras de vino de todo el mundo al campeonato anual de Decanter,
obteniendo medallas un 70%, llegando a la conclusión de que es mucho más fácil
conseguir un galardón que irse a casa sin premio. Nadie podría dudar de la
honestidad de este concurso de no ser por un detalle capital: no es gratuito.
Cada muestra enviada paga una tasa de inscripción de 180 euros. Pero además las
bodegas con vinos premiados tienen la posibilidad de adquirir, pagando, las
pegatinas con el color de las medallas garantes del premio concedido. También
son invitadas a acudir a los diferentes salones y ferias de vinos organizados
por la revista donde disponen de la posibilidad de invitar a sus clientes a una
cena de gala a cambio de miles de euros. Hoy, dos tercios de los ingresos de
Decanter provienen de la entrega de medallas, muy por delante de la revista o
de la página web.”
Jurados
y destacados paladares del vino se mueven prácticamente por todo el mundo para
participar en concursos y ser testigos de la seriedad de los mismos. Si bien es
cierto que en nuestro país la cultura del vino ha crecido enormemente, su
consumo continúa estancado y las ventas se concentran en un alto porcentaje en
vino Tetra o envases mayores. La botella ¾ no es, a no ser que tengamos fiesta,
una necesidad importante en nuestra sociedad. Por otra parte, los nuevos vinos
“boutique o garaje” no son relevantes en las cifras totales de venta y consumo,
ya que son conocidos sólo por los especialistas en el tema.
Nos
llamó la atención un artículo publicado por Gonzalo Rojas, escritor y profesor
de vitivinicultura e industria del vino en la Facultad de Economía y Negocios,
U. de Chile, que opina -entre otros puntos-, que “las viñas chilenas se han ido
transformando en simples tomadoras de pedidos, haciendo vinos a gusto del cliente,
olvidándose casi por completo de sus –otrora fieles- clientes nacionales. Ha
sido así como, entre el negocio de la venta de uva, de mosto concentrado, de
los vinos a granel que les venden a los chinos, de los vinos ácidos que le
gustan a los ingleses y los vinos con gusto a palo que les gustan a los
estadounidenses, se nos olvidó cómo eran los vinos que se tomaban en el Chile
pre-moderno. ¿Tan malos eran los vinos chilenos, que hubo que borrarlos del
mapa de un solo plumazo?
Y
sigue: “en menos de veinte años, las viñas chilenas se las arreglaron para
hacer un maravilloso negocio: producir vinos buenos, bonitos y baratos;
primeros para el mercado inglés, después para vender en EE.UU. y luego a China.
Y vamos comprando cubas, barricas, trayendo enólogos importantes, mandando los
vinos a ferias internacionales, sobándole el lomo a los jurados (léase: gurús),
de modo que, en menos de dos décadas, pasamos de uno a 100 km/h y ya a nadie le
importó cómo eran los vinos que se tomaban en Chile. Lo importante era cómo
comenzar a producir los vinos que le gustaban a los ingleses y los demás
consumidores del Primer Mundo, que, claro, estaban dispuestos a pagar un mejor
precio por un vino exótico de un país exótico, aunque tampoco tanto, no más de
los US$ 4 por botella ($2.800), que es el promedio actual de los vinos chilenos
que se exportan.”
Ante
tanta verdad junta, ¿tendremos que seguir entregando tantas medallas en los
concursos vitivinícolas?