No quise ir a la oficina del jefe mientras él estaba fuera de Chile. No me cabe duda que regresaría pavoneándose de su viaje a Buenos Aires. La guapa Perla Arancibia, su secretaria, debía hacer el trabajo cotidiano. Estaba bien rica la Perlita, pero era propiedad del jefe, y como no me meto en marruecos ajenos, me quedé en mi querido Ñuñork dándome la vida del oso mientras mi jefe zarandeaba y comía bifes chorizos.
Luego de dos días sin hacer nada, comencé a
aburrirme. En el otoño de la vida pocos amigos quedan y los que se fueron ni
siquiera tienen Facebook para comunicarse, lo que es una soberana lata. Mi
barrio, tan generoso en escotes y piernas al aire libre durante el verano,
parecía un desierto la semana pasada. La tolerancia cero le estaban pasando la
cuenta a todos los boliches del sector y créanme que es un desagrado entrar a
beber algo en un lugar vacío. Uno de esos días otoñales, y más abrigado que
guagua de consultorio, decidí darme una vuelta por mi Ñuñoa querida, donde
decidí recorrer antiguos barrios que marcaron épocas, colegio, amores y más de
algún personaje ya desaparecido de mi agenda. Tragedia. Porque antes de ese
macabro ladrillo princesa de revestimiento de grandes edificios, pasé tardes y
noches bajo el parrón de la casa de Solange, la amiga que me convirtió en
padrino de su hija y la que me preparó pie de limón al son de Sandro en su encerado
patio ñuñoíno.
Hasta con decirle que ni Las Lanzas tenía a
sus parroquianos. Eran esos días en que todos se arropan y se quedaban en casa.
Todos, menos yo.
Caminé cuatro cuadras y me aburrí. Mi paquita aún
está en el sur lidiando con los mapuches y yo, en Santiago, enfrentando la
soledad.
Algunas gotas de agua comenzaron a caer cuando
decidí regresar a mis aposentos. Las calles solitarias me deprimen y pensé que
lo mejor sería abandonarme en algún programa de la televisión y al albergue de
un buen whisky. “Así deben vivir los esquimales”, pensé. Solos y cagados de
frío.
Pero, como a nadie la falta un dios, pasando
por el teatro de la Universidad Católica me encuentro frente a frente con
Susana, mi ex cuñada. La hermana de mi ex mujer en vivo y en directo. Tenía
veinte años menos que ella y por alguna razón que nunca supe, me odiaba. Hoy,
un poquito más regordeta pero manteniendo su firme figura de siempre, me saluda
como en los mejores tiempos.
- ¡Exe! Que haces por aquí
- Por aquí vivo Susana… ¿y tú?- Vine al teatro, pero yo vivo en Los Trapenses
- ¿Casada, soltera, viuda, separada?
- Las cuatro cosas juntas Exe. ¡Qué rico verte!
- ¡Pero hace algunos años me odiabas!
- Eran celos, gordito. Compréndeme.
- ¿Andas sola?
- ¿Aun sigues dándotelas de lacho?
- Es sólo una pregunta
- Ando con unas amigas, pero me puedo separar de ellas si tú quieres.
Dicho y hecho. En la práctica, a los pocos
minutos caminábamos del brazo con destino a mi departamento. Estaba casada,
pero se sentía sola y abandonada por su marido. Nunca pudo tener hijos y nadie
la esperaba en casa.
Me mamé diez minutos de preguntas estúpidas.
De mis hijos, de mi viudez, de mi pega y de todo. Después me mame otros diez
minutos donde ella me hablaba de su marido, su soledad, su vida en Los Trapenses
y todo. Como es de imaginar, había puesto la calefacción al máximo. Sudaba
hasta mi gato chino… y ella también.
Fue tan bueno el acercamiento del tercer tipo
que al día siguiente me levante a hacer huevitos pochados para los dos, con
tostadas, mermeladas sureñas y café del bueno. A mediodía reacciona y fingiendo
arrepentimiento me dice
- ¡Qué tarde es! Tengo que irme. ¿Me vas a
dejar?
- ¿En qué?- ¡En tu auto!
- ¡Hace años que no tengo!
- ¡Que rasca eres, Exe. ¿Andas en micro?
- En micro, en taxi y en metro.
- ¿Y te acostumbraste a compartir con los rotos?
- Lo tengo asumido, Susanita.
- ¿Cómo mierdas salgo de aquí entonces?
- Bueno. Tienes varias opciones: Transantiago hasta la Plaza Italia. De ahí metro hasta Manquehue y luego taxi hasta Los Trapenses… La otra es…
- ¡No me digas nada más! ¡Siempre pensé que eras un pobre hijo de la gran puta!
Llovía cuando mi cuñadita salió del edificio.
Desde la ventana de mi departamento vi que tomó un taxi para regresar a su
guarida en lo alto de la capital. Sonreí y volví a meterme en la cama. Su
almohada aún tenía aroma a perfume de mujer. ¡Y qué mujer!
Exequiel
Quintanilla