(Publicado en revista Lobby, 2008)
Saben de todo: de fútbol, de automovilismo, de farándula, de accidentes
aéreos y sus causas; de vericuetos en los juzgados y de Palacio. Conocen de
cervezas y no hay vino que les haga collera. Son capaces de entrevistar tanto a
Stephen Hawking como a Anthony Bourdain siempre y cuando le pongan un
traductor. Ni hablar de cine, saben tanto o más que Héctor Soto y Ascanio
Cavallo juntos. ¿Y de arte? Se pasean por las galerías como Pedro por su casa.
Usan Avon y escriben de Carolina Herrera y Chanel. Se visten en Johnson’s o en
Marie Claire y comentan de Ermenegildo Zegna y de Hannah Marshall (¡Ah… los
pillé!). Escriben de Borges, Joyce y Octavio Paz y en su velador tienen un
libro nunca abierto de Roberto Ampuero. Y hablan de gastronomía como si
hubiesen pasado su vida cocinando, comiendo, oliendo y mirando. Para ellos, las
habitaciones de los hoteles son piezas; las morcillas son nuestras populares
prietas y no dudan en escribir del prosciutto San Daniele como San Michele o de
los Top Blanches en vez de Les Toques Blanches.
Así son los monstruitos que ha creado la sociedad periodística actual.
Los periodistas de hoy deben realizar tantas actividades como horas tiene el
día. No importa dónde los manden a reportear. Buscan un par de datos en
Internet (su nuevo fetiche) y se lanzan a la faena. Escriben en la noche ya que
no tienen tiempo durante el día. Un par de copy – paste también es necesario.
Total, sus jefes son tan ignaros en esas materias como ellos. Los correctores
de pruebas ponen algo de su ego también. Lo que no les parece lo cambian a su
criterio. Y así aparece publicado.
Y nadie dice nada.
El video de Rony Dance vende más que una crónica gastronómica o de
vinos, se excusan. Entre las pechugas de la Marlen y el confit de pato de Dieudoneé
no hay donde perderse, prosiguen. Además -y concluyen-, la gastronomía en Chile
vale un carajo.
Y así hemos ido perdiendo páginas gastronómicas en los diarios y
revistas a nivel nacional. Ni hablar de la televisión o las radios (Ok. Radios
no tanto, pero una golondrina no hace verano). Lo que antes era la biblia para
los amantes de la gastronomía hoy es un compendio de música, cine, farándula y
cualquier otro tema más comercial para los editores. Como los restaurantes y
hoteles no hacen grandes campañas publicitarias, los jefes se encargan de
buscarles con lupa y luces especiales el más mínimo riesgo sanitario… mientras
engullen una tibia y sospechosa sopaipilla comprada en el carrito que se ubica
debajo de sus oficinas.
Nuestro periodista debe, entonces, escribir de los nuevos restaurantes
que llegarán a la capital mientras le da mordiscos a una marraqueta con una
lámina de mortadela y bebe una lata de Coca Cola Zero. Y habla de inversiones
millonarias, de especialidades, de las nuevas bondades del chef y de los
novedosos diseños y productos mientras busca desesperadamente en la red alguna
imagen que lo inspire.
La culpa no es de los medios. Es de la sociedad actual. Sin ingresos no
hay retorno y debido a ello la gastronomía tiene cada día menos presencia en la
prensa nacional. Sólo salvan a esta debacle algunos medios especializados ya
sea en papel o Internet.
Para que un periodista adquiera los conocimientos necesarios para
conocer más o menos en profundidad un tema en específico requiere años de
especialización. Por ello poco les importa a los editores cubrir estas áreas
del periodismo con jóvenes recién egresados de la universidad, además con pagas
bastante exiguas. Acá no hay (salvo excepciones) posgrados en ninguna materia.
Así que tendremos que acostumbrarnos a continuar leyendo paté fuá cuando lo que
realmente comimos fue foie gras.
Lamentable. Es lo que hay. (Juantonio Eymin)