martes, 8 de diciembre de 2009

LA COLUMNA DEL ESCRIBIDOR


ALTA HELENA, UNA NOVEDAD DE LAS BUENAS
(Y un enólogo poco común)

¿Debe un enólogo ser carismático o hay que dejarlo ser el típico tipo hosco, poco amigo de la conversación e imbuido sólo en la viña y sus vinos? Muchos son, para el común de los mortales, como Dionisos. Pontifican con sus creaciones y crean, tal como lo hacen los cirujanos del cerebro, una barrera infranqueable entre el cliente y el profesional.

Pero hay algunos ejemplares que se salvan de este ejemplo. Aun existen enólogos capaces de beber un pisco sour o una cerveza y sostener una conversación donde el vino no esté presente. Tipos sencillos que hacen un buen trabajo pero que las ventanas de sus vidas no están en las bodegas, en las barricas o en las botellas de guarda. Tienen más tema: desde la guerra en Afganistán o lo rico que puede llegar a ser un arroz con tomate. De ellos, de los pocos, un ejemplo. Matías Rivera, enólogo por años de Cousiño Macul que un día decidió hacer su vida un poco más entretenida y asumir el riesgo de irse a Santa Helena, una marca de San Pedro, y no sólo de enólogo, sino que de gerente general. Un cambio radical en una vida bucólica y casi campesina.

No soy fanático de juntarme con enólogos. Más bien me aburren. Me cansa escucharlos hablar del clima, de las podas, del terroir y de las laderas de los cerros cuando la vida va mucho más allá. No esquivo el vino. Me lo tomo generalmente en las comidas pero no necesito una nota de cata cada vez que los bebo. ¡Mil cuatrocientos vinos diferentes en la última edición de la Guía del Vino y otros tantos en Descorchados de Patricio Tapia! ¡Cinco para cada día!, o sea, una oferta que siempre supera a la demanda (por eso las liquidaciones de vino destinados a la exportación).

Pero no me aburro con Rivera. Él es más mundano, más centrado en hacer migas con la gente y no explicar lo inexplicable o lo que a pocos les interesa. Lo encontré en su última aventura. Alta Helena le llamó: cuatro cabernet sauvignon de distintas zonas vitivinícolas del país: Aconcagua, Maipo, Colchagua y Curicó. Una forma de percatarse que todos son distintos, para comprender la diferencias entre los diferentes valles (o alturas, como él lo dijo ya que provienen de los altos de cada uno de los valles), y para gozar de un producto único, cosechado y embotellado casi al mismo tiempo y que se presenta en un packaging de lujo, con la finalidad de llegar a un consumidor final culto y hedonista.

Y los vinos son diferentes. En una cata libre los presentes debimos descubrir valles. Ni contarles que me fue mal (y al resto también), pero sí puedo alabarlos con los platos que sirvieron durante la ocasión: Ostiones con foie gras y pera picante y Pierna de cordero con tarta de manzanas y frutos secos, ambas creaciones de Mathieu Michel, el chef del Ópera.

Termino mi cata – degustación fumando un tabaco en las afueras del restaurante. Matías, el personaje de esta historia me cuenta que el único traje decente que tiene, y que tenía puesto ese día, lo había ocupado su hijo de catorce años la semana anterior. Intrascendente pero valioso. Sin estrellas en sus hombros ni medallas en su pecho. Así, como debe ser. Humilde y nunca sintiéndose superior ni “star” de la ocasión.

¿Y los vinos? Cierto. A la venta parte de la producción en Chile. Se transará en El Mundo del Vino a $50.000 la caja de 4 botellas. Un buen regalo de Navidad y una buena posibilidad de mostrar el país con un producto de buena calidad. Incluso para guardarlo para ocasiones especiales. Esa es la idea (Juantonio Eymin)