miércoles, 27 de abril de 2011

EL PIRATEO DE LA SEMANA

¿COCINA AFRODISIACA?

No como nada que salga del agua. Nada, nunca nada. Es la fórmula retórica más efectiva que encontré, a lo largo de cuarenta y tres años de preguntas, para zanjar cualquier inquietud acerca de los componentes de mi dieta. Ningún pescado, ningún marisco, ningún molusco. La forma, la textura, el olor de los frutos de mar me arrastra velozmente, como por un tobogán acuático, a las profundidades de la náusea. Lo que no debería significar un problema mayor: soy argentino, y ahí están, disponibles, listas para ser hervidas, asadas, fritas o cocinadas en sus múltiples formas, cualquiera de las 50.000 vacas que se faenan en mi país a diario, para regocijo de mi estómago y el de mis compatriotas. Los "noqueadores" las liquidan en apenas un segundo, de una manera limpia y sin sufrimientos, con una pistola neumática igualita a la que utiliza Javier Bardem en la película de los hermanos Cohen.

No debería ser un problema pero lo es, y no sólo por la falta de omega 3 en mi organismo y la amenaza incipiente del colesterol, sino porque desde hace unos meses vivo en Barcelona, muy lejos de las variadas posibilidades cárnicas que ofrece mi patria. Además, siempre están los prejuicios y los complejos. ¿Cómo una persona adulta, racional y que se pretende progresista puede negarse a los placeres que ofrecen a nuestro sistema nervioso central los frutos de mar?

Hace algunos años encontré una respuesta a mi medida en un libro titulado El vientre de los filósofos. Allí, Michel Onfray hacía un recorrido por la dieta de algunos pensadores, desde la antigüedad hasta los tiempos contemporáneos, y en el capítulo dedicado a Jean-Paul Sartre (uno de mis filósofos de cabecera) hallé, sorprendido, a mi gemelo gastronómico. Sartre había rechazado siempre todo alimento surgido del inframundo acuático por las mismas razones que yo. Así, por largo tiempo, tuve un recurso de autoridad indiscutible para darles aura a mis argumentaciones. Hasta que comencé a salir con una psicoanalista.

Y cuando llegó la hora de responder a la consabida pregunta acerca de por qué no comía ni comeré nunca pescado, me miró de soslayo y me dijo si nunca me había puesto a pensar en la relación que existe entre el aroma de los frutos marinos y el del sexo femenino. Y todos mis fantasmas se hicieron presentes en fila, riéndose a carcajadas de mis peregrinas argumentaciones alimentarias. Algún tiempo después me separé.
Pero la pregunta quedó instalada ahí, para siempre.

Coméme, laméme, mordéme, chupáme, sorbéme, tragáme, gustáme: la relación entre sexo y comida está allí, imbricada en el lenguaje, en la piel de las palabras. Y yo no la había visto, o no quería verla. Claro que recordaba la escena del hielo en la que Mickey Rourke recorría el cuerpo en apogeo de Kim Bassinger, o la incursión en los bajos fondos de Marlon Brando por parte de una María Schneider munida de una porción de mantequilla en Último tango en París. También me acuerdo de la pareja de freaks formada por Vincent Gallo y Beatrice Dalle, a quienes Claire Denis puso a fornicar y a comerse -literalmente- en una película debidamente perturbadora llamada Sangre caníbal. Pero no es al canibalismo sexual (por otra parte, una actividad bastante extendida en el reino animal, donde casi siempre es la mujer la que engulle al hombre durante la cópula), estimo, adonde el lector quiere llegar al leer este artículo, y lo bien que hace. Sino a las razones que nos llevan a comparar el acto de comer con el de amar carnalmente -otra vez el lenguaje y sus piruetas-. Aunque sepamos que lo que Eva le ofreció a Adán del árbol prohibido no fue precisamente una manzana.

Y a pesar de que mis escarceos sexuales adolescentes que pretendieron incluir algún soporte alimenticio nunca terminaron bien: las bananas parecen útiles a simple vista, pero no lo son; el chocolate se derrite al entrar en contacto con las profundidades del cuerpo humano; el helado, además de erizar la piel, suele dejar la ropa de cama como si en la habitación hubiera sucedido la Masacre de Texas, y no un encuentro amoroso. Igualmente, allá vamos.

Engullir y revolcarse, estaremos todos de acuerdo, son las actividades vitales más placenteras que podemos encontrar en el supermercado de la vida (salvo para algún amigo que conozco, que bien podría contarse entre los bonobos, esa especie de chimpancé que antepone la actividad sexual a todo, incluso la comida). Hay otras, claro: conversar, leer, viajar, escuchar música. Pero intente el método comparativo y oblíguese a elegir alguna de ellas por encima de las dos primeras. ¿Vio? La misma información la manejan desde siempre los que hacen mejores negocios que nosotros, y es por eso por lo que la pornografía y la gastronomía son industrias que nunca verán el ocaso. Si no me cree, mire cómo les va en la actualidad a las editoriales, o a las empresas discográficas.

Para comer, y para agasajar a nuestras parejas, utilizamos, antes de llegar a la genitalidad (que sería como masticar y tragar, en el resbaloso terreno de las analogías), las mismas herramientas técnicas: las manos, la boca, la lengua. Las dos son, además de aventuras físicas, experiencias olfativas y gustativas. Los japoneses, que en el asunto de diseñar nuevas estrategias de consumo están siempre a la vanguardia, no se anduvieron con vueltas, sumaron dos más dos, e inventaron el Nyotaimori. ¿De qué se trata? Cada tanto aparece en una película, o en alguna revista: en lugar de poner la mesa como Dios manda, los aficionados al Nyotaimori concurren -casi siempre en grupo- a lugares donde la comida se sirve directamente sobre el cuerpo de efebos y doncellas desnudas, cubiertos únicamente por trozos de pescado, algas y piezas alimenticias varias. A medida que los participantes van saciando uno de sus apetitos, el otro se despereza. No está mal. El problema es que nunca nadie nos muestra qué es lo que realmente sucede con esos apetecibles cuerpecillos a la hora de los postres.

Es el momento de enfrentar uno de los mitos centrales de la materia que nos ocupa: la comida afrodisíaca. Esos alimentos que, se supone, tienen la virtud de incrementar la libido o el deseo sexual, y depararnos noches de lujuria que ya envidiarían Lawrence de Arabia o John Holmes. Dicen que los egipcios, entre pirámide y pirámide, y los griegos, entre representaciones dramáticas y juegos olímpicos, dejaron registros de sus orgías sexuales y alimentarias, que incluían especias, tubérculos y vegetales que han llegado hasta nuestros días con buena fama: el azafrán, la pimienta, la nuez moscada, el jengibre, el ajo, el rábano y la cebolla. En el Kama Sutra, ese libro famoso que muchos cobijan en sus bibliotecas pero pocos leen (nada más incómodo que ponerse a pasar las páginas en medio del acto amoroso), se hace también referencia a elíxires energéticos como la miel y la leche. ¿Pero existen en verdad estudios que demuestren la efectividad de alguno de estos ingredientes? Por desgracia, se trata más de una leyenda que de algo científicamente demostrable. Copiaré aquí sólo algunos de los casos más curiosos, y sus aparentes propiedades, por si alguien arde en el deseo de experimentar después de leer este artículo, pero no me hago responsable de los efectos secundarios que puedan aparecer por semejantes prácticas.

Los benditos frutos de mar son mencionados en cualquier vademécum erótico que se precie. Mariscos y moluscos, el caviar y los caracoles figuran en alguno de los tantos listados que andan dando vueltas por Internet. La nuez, dicen los que saben, las almendras y las pasas de uva lograrían retrasar la eyaculación en el caso de los hombres (aunque existen elementos más confiables para tales fines: otro amigo acaba de regalarme unos preservativos que se venden en cualquier farmacia y que contienen una crema que, me aseguró, hace milagros). Y desde la explosión de la New Age y las medicinas alternativas venimos escuchando hablar de las múltiples propiedades del ginseng, que parece curarlo todo. ¿Tiene gripe, viruela? Ginseng. ¿Se cortó un dedo? Ginseng. ¿Se rompió un brazo, una pierna, tiene la libido por el sótano? Ya saben. Pero cuidado: hace ya más de una década larga, en una de las primeras entrevistas que hice, una actriz argentina que ostentó por años el rótulo de la mujer más deseada de mi país, me habló de una primera cita que se vio completamente frustrada porque su partenaire había decidido embutirse un frasco entero de ginseng para estar a la altura de las circunstancias, y sólo logró inclinarse al nivel del lavabo, pero para vomitar durante toda la noche.

Si me preguntan qué es lo que yo prefiero para una noche de comida, amor y sexo, me basta con el alimento necesario para alcanzar el reservorio calórico que demandan tales menesteres. Recomiendo evitar carnes y frituras, que obligan a una digestión lenta. Alguna ensalada de verdes, almendras, queso, pimienta y olivas no sólo resulta adecuada, sino que nos permite ser sofisticados y saludables por un precio módico. Por lo general, la bebida es la que funcionará como el desinhibidor necesario: recomiendo un vino tinto suave. Comida por un lado, sexo del otro. Todo muy bonito, dirá el lector.

¿Pero qué hay del trauma irresuelto del pescado y su relación con el sexo femenino? Decía mi pareja, la psicoanalista, antes de condenarme a quedar rígido en la duda eterna como la escultura de Rodin, que la dificultad para ingerir frutos de mar es el hábito alimentario más difícil de superar en adultos. Gracias de nuevo. Pero no pierdo las esperanzas. Hay cosas más extrañas.

Tengo otro amigo más (sí, el tercero) al que le fascina sumergirse (entiéndase: enterrar su rostro) en el cuerpo de su mujer cuando está en esos días. Ustedes saben, en esos. Y lo disfruta tanto que es capaz de contármelo, a pesar de mis muecas de horror. No estoy hecho para esos desafíos. Pero todos tenemos un precio. Dejemos el laconismo, hagamos un poco de terapia conductista, y supongamos que Keira Knightley (o Natalie Portman, o Sienna Miller), harta de los paparazzi, deciden pasar a la clandestinidad y montan una tienda de pescados a pocas cuadras de mi casa actual, en el Mercado de la Boquería. Ante la sola pregunta sobre qué voy a llevar, sería perfectamente capaz de tragarme un pulpo vivo, para luego revolcarme con ella en el fondo del local sobre un lecho de ostras, mejillones y langostinos, embriagados los dos de esos aromas sofocantes, y estampar mi cara donde haya que hacerlo, el día del mes que marque el calendario. Como podrán ver, ganas de superar mis fobias no me faltan. Lo que escasean son las voluntarias.



(Maximiliano Tomas, Casa Editorial El Tiempo, Colombia)