Por
Harriet Nahrwold
Toluca, la capital del Estado de México, está
situada a unos 2.650 metros de altura y a 65 kilómetros del DF. La ciudad, no especialmente
glamorosa, es hoy por hoy uno de los centros industriales más bullentes y
populosos del país y un poderoso imán para emprendedores y políticos. Debido a
ello, presenta una importante oferta de excelentes restaurantes, con algunos a punto
de iniciar su expansión hacia el resto del país e incluso por mundo.
Tal es el caso de Amaranta, un cálido restaurante familiar ubicado en el centro de la
ciudad. Los fogones están a cargo de Pablo
Salas, uno de los integrantes de la familia propietaria, y su propuesta
gastronómica es de estilo mexiquense.
Salas nos explica que se trata de la cocina originaria del Estado de México,
uno de los 31 estados de la república (en cambio el término “mexicano” dice
relación con lo que es oriundo de cualquier parte del país). Y agrega: “Lo que
yo hago son platos de alta cocina, con ingredientes y sabores que han
permanecido vigentes desde tiempos prehispánicos. Y en esta materia, ¡vaya que la
fértil zona de la planicie central de México tiene cosas maravillosas que
ofrecer! No sólo en cuanto a productos, sino a historia y tradiciones”.
Tuve la suerte de pasar por el restaurante Amaranta después de un interesante viaje
por una zona campesina cercana, conocida como Zumpahuacán, que realicé con mi amigo Braulio Díaz, gestor de proyectos para el Estado de México. Esa es justamente
la zona que le sirve de inspiración a Pablo, quien suele recorrerla “en
búsqueda de nuevas recetas, ingredientes, tradiciones, ideas y aportaciones
culturales que la gente, especialmente las cocineras, pueden hacer para enriquecer
mi cocina”. Y lo que Pablo nos ofreció en Amaranta fue un menú lleno de
manjares exquisitos, coronación de un día pleno de vivencias, marcado por la calidad
humana de las personas que encontré allí y por las bellezas naturales de los
paisajes del centro de México.
Además de reinterpretar recetas conocidas, Salas
crea nuevas preparaciones con ingredientes de su tierra, y también con
productos que no se encuentran localmente (como pescados de agua salada), los
que siempre acompaña con un detalle que les dé identidad. Su cocina es de
técnicas muy precisas, con métodos de cocción tradicionales, y cuida con esmero
los puntos de cocción y las texturas. Pero ello no impide que, si lo necesita, y
solo a modo de un guiño, recurra a la vanguardia para sorprender al comensal
con alguna espuma, humo o gel.
Cada uno de los platos de la degustación
fue hábilmente acompañado por vinos
mexicanos, escogidos especialmente por Francisco
(Paco) Salas, el sommelier del restaurante y hermano de Pablo. Los cinco
platos del menú que probé me fascinaron. Varios de sus ingredientes me eran
completamente desconocidos, como el huazontle,
de leve similitud con la espinaca. Convertido en croqueta y servido sobre arroz
y caldillo de jitomate, resultó de una suavidad increíble. También probé huitlacoches, hongos benéficos que
crecen entre las mazorcas y las hojas del maíz. Son poco apetitosos a la vista,
pero se muestran como un delicioso manjar dentro de un sabroso caldo de pollo, que
adquiere un color oscuro debido a este parásito vegetal.
Entre los platos “más tradicionales” del
menú, destaco una tostada de maíz cubierta
con un salpicón de conejo y pápalo (hierba aromática), uno de los platos más
finos y gustosos que he comido. ¡Increíble! Me parecieron igualmente espléndidas
las huevas de carpa guisadas con
jitomate, una preparación que desplegaba en el paladar distintas
intensidades de sabores, con notas de picor y dulzor; y la cola de res en mole de chile
manzano, reinterpretación de una clásica salsa mexicana, solo que en vez de
chocolate oscuro Salas emplea uno blanco, lo que contribuye a mejorar su aspecto
y textura.
Mención
aparte merecen los vinos degustados. Ellos expresan
el notable desarrollo actual de la viticultura de México y también un sentido
de origen marcado por recurrentes notas salinas. Me interesaban especialmente
los blancos, por lo que, de entrada, Paco Salas sirvió un Chenin Blanc 2011
(con un un 2% de colombard) de Viña Monte
Xanic: fresco, liviano, muy mineral, con una buena mezcla de frutos
cítricos y tropicales. Exquisito para aperitivo. Luego seguimos con Nuva, un
ensamblaje de chardonnay, sauvignon blanc y moscato de Canelli elaborado por Vinícola Fraternidad, del valle de
Guadalupe, Baja California. Era de color dorado, tropical y con algo más de
madera de lo que me gusta, pero le hacía el peso a la tostada con salpicón de
conejo que comíamos.
Otro vino muy interesante de probar fue el
Casa Madero 2V 2011, mezcla de igual cantidad de chardonnay y chenin blanc. Casa Madero debe ser la bodega más
antigua de América, con una historia que se remonta al siglo XVI. Se ubica
cerca de la ciudad de Parras, a unos 210 kilómetros de Monterrey, un lugar que
ya contaba con vides nativas al momento de la conquista española.
Sabiendo de mi interés por el carignan, Paco
escogió una botella del casi mítico JC
Bravo Carignan 2007. Se trata de un vino que se originó en un pequeño
proyecto en el valle de Guadalupe, Baja California. En 1944, la familia de Juan
Carlos Bravo compró 20 hectáreas en El Porvenir y las plantó con uvas palomino
y carignan, pensando venderlas a granel. El año 2000 Bravo decidió emprender su
propio camino vitícola con la idea de hacer vinos con las uvas de ese viejo
viñedo familiar. Y el éxito fue inmediato. Para mí resultó toda una sorpresa,
ya que a la tipicidad propia de la variedad se sumaban unos toques salinos, los
que percibí, como rasgos de identidad, en este y otros vinos del país azteca.
Para finalizar, mis agradecimientos a LAN
por su valiosa contribución a mi visita a México, de la cual seguiré dando
cuenta en futuros artículos.